Gunnar Svensson
No muy lejos de Torsby hay, en la mitad del bosque
de Ransby, una casona de puertas abiertas para el insaciable lector, el
hambriento caminante o el curioso fugaz. A cualquier hora se puede arribar al
lugar. Allí el visitante mismo se vende y se cobra el libro. Se prepara y se
sirve una taza de café o un caldo de pescado sin cabeza o se recuesta en alguna
parte a descansar. O sencillamente entra y sale como si estuviera en su propio
ambiente. Y si se tiene un poco más de suerte, se puede encontrar en algún
rincón de la casona al inquieto poeta Gunnar Svensson, eterno peregrino,
antimilitarista de oficio. Será él quien dará a entender con gestos de
comunista primitivo que esa crujiente casa de madera puede ser habitada por
quien lo desee pero que nadie debe servirse los aires de señor y dueño. La
casona de ese bosque es una muestra en miniatura de esa tradición de regía
soberanía que permite a todos los ciudadanos desplazarse sin impedimentos a lo
largo y ancho de la naturaleza sueca.
Gunnar Svensson nació como los caballos salvajes,
sin frenos y ajenos a las monturas. Pero también con la edad al revés. Ahora
frisa los 80 años y a esa longevidad se dio cuenta que tenía el aguante de
Jesús cuando expulsó a los mercaderes del templo. Pues bien, con 12 años a
cuestas descubrió que su mundo era el de la calle. Los borrachitos del parque
discutiendo con fervor cualquier trivialidad, el grito primaveral de las
gaviotas, el olor a azufre de las iglesias llenando el aire. Por supuesto que
también las animadas charlas de las vecinas en las esquinas, del mismo modo que
las señales de países tropicales llegadas en forma de bananos, cocos y mangos
por mar. La algarabía de los chiflados pueblerinos y las colegialas en los
parques chupando helados. A ese mundo callejero se le sumó el universo
inquietante de Fiódor Dostoyevski, Mark Tawain, Edith Södergran, Emilio Zolá y
Freya, la traviesa diosa de las pasiones. En esa línea de párvula autonomía
convirtió las tumbas del cementerio en poltronas de lectura de voluptuosas
novelas.
Sin embargo, el poeta siempre fue reconocido por
su anómalo comportamiento y sus malas calificaciones. Quién no si su primera
tarea de relato escolar fue una extensa declaración de amor eterno a su
profesora de sueco. Expresó en su cuaderno escolar que los senos no sólo eran
una fuente inagotable de alimento sino también altozanos capaces de erizar la
piel. Que un fino movimiento de cadera enfaldada levanta los espíritus
dormidos. Que con la lengua se habla pero también se abre la cueva donde habita
la intensidad de los sentidos. En fin, los reportes de la rectoría, acusándolo
de poca asistencia a clases, los firmaba él mismo, aún con mejor rúbrica que la
de su padre. Pero consiente de que las pilatunas eran deudas de tristeza a su
madre, siempre se las pagaba con un ramo de flores silvestres.
A esa edad empezó a comprender que la vida además
de ser bella es implacable. Hijo de Jon Svensson, un regio leñador convertido
en predicador ambulante por la fuerza de las promesas que se juran cuando se
está a punto de morir. Jon cambalacheaba sermones por víveres y abarrotes en
sus recorridos por las poblaciones. Un día Gunnar le preguntó por qué era él el
que siempre tenía que acompañarlo a sus ambulantes prédicas y no alguno de sus
hermanos. El padre le contestó que también una oveja negra, llamada Pedro,
había sido el discípulo de Jesús. “Así que tú te crees Cristo”, atinó a decir
el poeta.
El café, las manzanas y los libros que Jon recibía
por sus prédicas los cambiaba con los Samis, tribus nómadas de la región de
Laponia, por algunos kilos de reno o algunas sartas de pescado. Los viajes a
esos lugares apartados del país, acompañando al padre, dejaron impronta en la
existencia de Gunnar. No tanto por los esfuerzos descomunales de haber tenido
que cargar la mercancía del trueque y atravesar con ella a la espalda muros de
mosquitos y vencer inhóspitos caminos, sino por haber sido testigo de otra
condición de vida penosa. En su mente encontraron nido las leyendas de las
tribus nómadas pero su conciencia aborreció la visceral discriminación a que
fueron sometidos estos nativos del norte. Aprendió de memoria que en el año
1551 el monarca Gustavo Vasa dispuso que a los eternos habitantes de los Territorios
Lapp les pertenecía la tierra y sus bosques, las praderas y sus renos, el agua
represada en los inmensos lagos y la que
corría en forma de ríos y quebradas y las cosas vivas habidas dentro del agua
como los peces. Es decir todos los bienes muebles e inmuebles de la zona. A
partir de 1602 los Samis hacían parte del parlamento sueco y tenían jurados de
conciencia en todos los juzgados de Laponia. Esa condición les fue respetada
hasta el inicio del industrialismo donde de un día para otro les fueron
desconocidos todos los derechos que usufructuaban. Y como si esta bellaquería no
fuera suficiente, muchos de estos seres autóctonos fueron obligados a desfilar
por los corredores del tristemente célebre Instituto de Biología Racial de
Uppsala, con sus típicos gorros en la mano, para serles medido el cráneo. Tan
lejos llegó la humillación que el higienista racial Herman Lundborg afirmó en
sus escritos de investigación que la raza de los lapones había quedado rezagada
en su desarrollo como ser humano.
Gustav Retzius midiendo a un Sami
Gunnar Svensson no cumplía los quince años cuando
se hizo a los siete mares. En la placidez del recuerdo escribió que antes de
partir colgó la mitad de su vida en el perchero. Son contados los puertos donde
no contrajo maridaje. Ya lo insinuamos que en el doceavo verano de su vida, se
topó con Freya, la diosa vikinga del amor, en las orillas del lago de su pueblo
natal, Åsele. Ungido con savia de abetos por la pícara divinidad, fue condenado
al oficio de trotamundos en busca de las esquivas nupcias para toda la vida. En
el puerto céltico de Aberdeen pegó su mano con melaza de coco debajo de la
pollera de una moza de catorce años. Apenas si él había cumplido los quince.
Pero no es Escocia el principio y fin de su rumbo. En las afueras de Lisboa, en
el puerto de Barreiro, una joven llamada como las grandes amantes, María de
Mella, lo aguardaba. Aquella mozuela ya había “amado dos que calzaban 35”. Sin
embargo, el escalda era consciente de que la misión que los dioses le habían
encomendado no era la de ser redentor de las dadoras de caricias de los
puertos, sino la de promotor de nupcias fugaces. Por eso Maria de Mello se
quedó en el puerto con el vestido de novia en la mano, cuatro gallinas
compradas, “una blanca y tres marrones”. Como sea, nuestro poeta siguió por el
mundo, protegido por Freya, como si sus amoríos fueran la piedra de Sísifo. Y
en esas andanzas llegó a las costas colombianas, a Cartagena donde se sintió
solitario y triste. Y tal vez sea porque
en ese país, desde los tiempos de los navegantes, las mujeres andan ocupadas
abriendo fosas comunes para reconocer a sus muertos.
Después de tres años de andar saboreando vino y
labios de mujeres en los remotos puertos latinoamericanos, Gunnar regresó a
Suecia a tratar de cumplir la mayoría de edad. El barco siguió su incansable
rumbo y él quedó hospitalizado en un sanatorio para enfermos de tuberculosis.
Allí conoció a Astrida Marauskis, bailarina de la Opera de Riga de antes de la
guerra. Una mujer que se había escapado con su baile y un alto militar del
ejército letón a la Alemania de los cristales rotos. Allí en un duelo a muerte,
nunca esclarecido, el oficial fue arrancado de la vida. La bailarina, después
de darle santa sepultura, se enrumbó a la apacible Suecia, buscando alivio para
su mal de tisis. Frisaba los 29 años cuando se encontró con el poeta en el
sanatorio. Ambos habrían de revitalizar sus pulmones, espantar las delirantes
fiebres y recuperar las carnes mermadas.
Tan pronto como abandonaron el sanatorio Astrida y
Gunnar se dirigieron a la iglesia de Clara en Estocolmo a contraer nupcias. Más
valía estar vivo y casado que soltero y muerto. La pareja consiguió vivienda en
la Ciudad Vieja y contra todo pronóstico nuestro escalda empezó a vivir la más
hogareña de las vidas. Mientras él iba a trazar bosquejos de modelos croqui en
la Escuela de Dibujo Beckman, su mujer se quedaba en casa cuidando la única
hija que tuvieron. Como si fuera poco, la familia se trasladó a la comuna suiza de Lausana. Allí Gunnar
trabajó como dibujante durante un año al cabo del cual regresó con su mujer y
su hija a Estocolmo pero al poco tiempo se estableció en el norte de Värmland,
punto de encuentro de locura creativa impulsada por poetas, gitanos, noruegos
soñadores, acuarelistas, finlandeses amantes del vodka, suecos despistados y
vallones de viejas cicatrices. El poeta vio en ese ambiente el caldo de cultivo
en su punto para espíritus inquietos.
Sin embargo, los vientos del norte le recordaron que sus nupcias se
estaban volviendo demasiado largas. Una tarde, después de un agrio disgusto con
Astrida y de asegurarse de que su pequeña familia no fuera a sufrir por
penalidades económicas, expresó que iba a comprar el periódico en la tienda de
la esquina y salió para siempre de la casa. A sus espaldas dejó una docena de
años de convivencia con el temple latón en los destrozados nervios de su mujer.
Camino a la estación del tren, recogió a Lillemor, una vecina suya que traía
entre muslo y muslo y con ella y sin ninguna maleta de viaje fueron a dar a un
luctuoso hotel, albergue de pulgas saltarinas, en Paris.
Y como la necesidad tiene cara de perro, Gunnar se
vio obligado a valérselas como fuera. Teniendo el piso de la habitación por
mesa de trabajo, concibió una docena de dibujos y con ellos como muestra de su
arte fue a ofrecer sus servicios de ilustrador a cuanto periódico, editorial y
agencia de publicidad había en la ciudad. ¡Por supuesto que ningún apasionado
artista muere de hambre en Paris! Menos cuando es 1968 y por todos los rincones
de la luminosa metrópoli discurren vientos frescos que abren mil flores y
cientos de escuelas de pensamiento. Del hotel de media estrella se mudaron a un
pequeño apartamento cerca de la estación del metro Guy Môquet, llamada así en
memoria del más joven de un grupo de 47 hombres de la resistencia francesa
fusilados por los alemanes fascistas de Nantes al mando del tenientecoronel
Karl Hotz. El muchacho francés sólo tenía 17 años cuando los plomos le
perforaron el cuerpo.
En un abrir y cerrar de ojos, el poeta andaba en
las mil y una jugada. Había adquirido membresía en la Central General de
Trabajadores y en el Partido comunista francés. Junto con estas dos
organizaciones se entregó a gritar en las calles que pararán la guerra en
Vietnam. En sus lugares de trabajo, participó vivamente en las discusiones
acerca del colonialismo francés, de la guerra en Algeria, en Indochina y
Líbano. Mientras tanto su mujer se dedicaba a estudiar francés, ciencias
sociales y a cuidar su creciente estómago. De vez en cuando nuestro escalda
viajaba a Suecia a visitar a su primera hija.
Una tarde cualquiera llegó el cobrador de
impuestos al apartamento de la familia de Gunnar. Quería que el jefe de hogar
compareciera lo más pronto posible en su oficina de funcionario público. Con
algo de nerviosismo el poeta atendió el llamado un par de horas más tarde. Una
vez a solas el recaudador le lanzó tres preguntas: ¿Vive Usted y Lillemor en
pecaminoso concubinato? Gunnar asintió. ¿Acaban ustedes de tener una hija a la
cual llaman Michelle, como la canción de Los Beatles? El poeta asintió de
nuevo. ¿Le provoca una copa de vino? Por tercera vez Gunnar no negó.
Entre copa y copa el funcionario público le
confesó a nuestro escalda que éste había pagado demasiado impuesto ya que no
había descontado por el nacimiento de la hija. Dinero que le sería devuelto, lo
más pronto posible. De paso le recomendó que contrajera nupcias, de esa manera
estaría la pareja sujeta a menos gravámenes. El poeta consideró que si acaso
esa bondad no tenía que ver con su espigado físico y sus rubias greñas
nórdicas. ¿Acaso tendrían las mismas bondades los inmigrantes africanos? ¿Los
llamaría a ellos el funcionario público y también les devolvería dinero y los
invitaría a borrachera con vino casero? Como sea, escuchó los consejos del
recaudador y por segunda vez contrajo matrimonio.
La vida en Paris le sonreía a Gunnar y su pequeña
familia. Se mudaron a un apartamento más grande y mejor ubicado. En la vida
laboral, mejor trabajo no podía él tener: elegir las modelos para L´Oréal. Al
cabo de unos años de estar viviendo en París, la nostalgia de los bosques, los
lagos, la tranquilidad rural, les recordó el lugar de nacimiento. Para retornar
a Suecia, el poeta adquirió un minibús de marca francesa. Pero por esos días,
en plena preparación del viaje, cayó en cuenta que el general Charles de Gaulle
había decretado, en una desfasada ley, que los conductores de automotores
franceses debían tener licencia de conducir otorgada en Francia. Así que sin
más alternativas que la de inscribirse en una escuela de automovilismo, Gunnar
empezó clases de conducción de coches que habrían de durar dos días y costarle el
valor de cinco vasos de vino. El primer día de práctica al timón, se puso en
tráfico sin rumbo fijo pero pocos minutos después se detuvo al frente de una
taberna. Se apeó del auto y pidió vaso de vino para el instructor que gustoso
agradeció. Por supuesto que Gunnar también pidió otro para si mismo, porque de
mucho es capaz él, menos de permitir que alguien beba solo. El segundo día con
el mismo instructor al lado y un inspector en el asiento trasero, se detuvo en
el mismo bar y pidió tres copas de vino, s'il vous plaît.
Después de un largo y extenuante viaje Michelle,
Lillemor y Gunnar llegaron al norte de Suecia, donde compraron 27 hectáreas de
tierra bravía y empezaron a vivir la idílica y dura vida del campo. Allí
procreó la pareja otra hija, a quien llamaron Hanna. La granja en la que vivían
los cuatro fue cobrando alegre vida con el paso de los meses. Gunnar había cambiado
el lápiz de dibujar por un azadón y un rejo para enlazar ovejas descarriadas de
su rebaño. Taló enormes abetos, para sacar tablas para una barca, y replantó
nuevos bosques. Construyó la casona y cosechó alimentos. Escribió textos y
trasquiló corderos. Dibujó paisajes y concibió poemas. Sin embargo, los vientos
nórdicos le recordaron nuevamente que su verdadero papel en la vida era el de
ser promotor de nupcias fugaces. Lillemor alzó sus hijos y con ellos a cuestas
una tarde cualquiera, sin muchos aspavientos, le dijo adiós a Gunnar quien
quedó íngrimo, en la mitad del bosque, preso insalvable de los caprichos de su
destino. Ya había pasado un cuarto de siglo desde el día en que el poeta y
Lillemor habían escapado a París, sin más recursos que sus propios sueños.
Algún tiempo después Gunnar fue invitado a leer poesía
en las famosas actividades culturales de Svullrya, una reputada población de
Noruega. Cuando terminó su lectura apareció, como desplomada del techo, Eli,
una hermosa mujer, mucho más joven que él, y le entregó una rosa en
agradecimiento a sus sentidos poemas. Este nuevo encuentro habría de convertirse
en una página más de la tarea que la diosa Freya le había encomendado a nuestro
escalda ya que meses más tarde, en la misma capilla del pueblo, Gunnar contraía
nupcias por tercera vez. La pareja no tuvo hijos a pesar de que durmió en la
misma cama un lustro y dos días.
Cuando supe que el poeta se había ido a vivir por
temporadas a Estocolmo, fui a visitarlo. Lo encontré acompañado de su asesora
tributaria, la cual él había citado para que lo ayudara con los términos
jurídicos de una carta que estaba escribiendo a un juez de la región sueca de
Laponia. En la misiva reclamaba nuestro escalda que la invasión de Estados
Unidos a Irak había tenido un costo descabellado de mil billones de dólares,
sin contar el precio en vidas humanas y recursos naturales. Que los soldados
estadounidenses regados por todo el mundo, saquean aún la riqueza cultural de Mesopotamia,
violan mujeres en Colombia y se orinan sobre los cadáveres afganos en Kabul.
Que por culpa de las bombas lanzadas por los invasores, nacen niños con
defectos en Falluja. Eso sin contar los malformados que todavía nacen en Vietnam,
escribía. Que ahora Suecia se ha puesto de rodillas ante las exigencias militaristas
de Estados Unidos. Pilotos suecos y norteamericanos realizan desde hace un
tiempo maniobras conjuntas en Laponia y la flotilla aérea de Linköping ha
contratado los servicios profesionales de tres norteamericanos expertos en
aviones de combate dirigidos a control remoto. Mientras el pueblo de Åsele no
tiene ambulancia, Suecia le ha comprado a Estados Unidos 15 ambulancias
helicóptero por cuatro billones y medio de coronas, para enviarlas a los
soldados que combaten en Afganistán. Poca importancia le dan los gobernantes a
los mil cuatrocientos médicos que hacen falta en el sistema de salud sueco.
Víctor Rojas
(izquierda) y Gunnar Svensson (derecha) Foto: Bengt Berg
“¿A qué viene ese memorial de agravios?”, le pregunté.
Entonces Gunnar aclaró que desde hace ya un buen rato los aviones de combate de
los Estados Unidos tienen una base militar en un lugar recóndito de Luleå,
territorio sami. Allí los pilotos estadounidenses hacen y deshacen, como cargar
prisioneros de guerra de otros países, con la complicidad de las autoridades
suecas. Así que un buen día él y dos jóvenes de origen Sami decidieron
protestar contra los Mensajeros de la Muerte y su fatal maquinaria de guerra,
pero además contra la violación a la soberanía del espacio aéreo y territorial
de ese lugar perteneciente a los aborígenes. Una noche lluviosa, después de
remontar un sinnúmero de dificultades geográficas, los tres llegaron al lugar
de estacionamiento de los aviones y resueltos superaron la elevada cerca con
alambres de púa que protegía la base militar. En tulas a la espalda llevaban
aerosoles de pintura rosada, con los cuales pretendían colorear los temidos
aviones de combate. Próximos a cumplir su cometido, fueron sorprendidos por la
soldadesca, fusil en mano. Después de interrogarlos en la base militar fueron
puestos a órdenes de las autoridades competentes. En un juicio que duró tres
días, Gunnar Svensson fue condenado, bajo los cargos de intrusión ilegal a
territorio protegido, a pagar una multa de cinco mil coronas. Nuestro escalda
quería que en lugar de la multa lo condenaran a cárcel, ya que sus recursos
económicos no eran boyantes.
“¿Cuándo dejarás de ser niño?”, le preguntó la asesora
tributaria al escuchar la historia. Y antes de que Gunnar contestara, pensé que
nunca dejaría de serlo ya que el poeta había nacido con la edad al revés.
Víctor Rojas