Hace pocas semanas el
exguerrillero José Mujica, ampliamente conocido como el presidente de Uruguay,
dijo en una entrevista que es muy
probable que los perros de Europa coman mejor que los niños africanos y de
otras partes de América. Yo, que todos los días me saludo en el ascensor con
los perros de mis displicentes vecinos, decidí entonces acercarme un poco más a
las palabras del mandatario oriental para cerciorarme de qué tan cierta era esa
probabilidad.
Perro de compañía |
En vista de que el día era uno de los más lindos que el otoño traía, quieto
y de cielo abierto, me prepararé para salir a la calle y observar un poco sobre
la vida que llevan los canes en Europa y de paso darle o no la razón al popular
José Mujica. Mientras buscaba la cámara fotográfica, lápiz y papel para tomar
notas, una anécdota perruna visitó mi mente. Hace ya poco más de un lustro se
puso de moda, entre mis compañeros de trabajo, adquirir perros. Dos de mis
colegas, la una cristiana militante y el otro radical comunista, optaron por comprar,
de la misma camada, una pareja de cachorros a los cuales llamaron Frida y
Frasse. Con el paso de los años, la cachorra, o mejor dicho, lo que era la
cachorra, entró en uno de sus últimos ardores. Entonces su piadosa dueña algo
preocupada por haberle siempre negado el derecho a la maternidad, decidió
aprovechar la última coyuntura que tenía para cargarla. Llamó a varias empresas
especializadas en fecundar perras pero el costo era demasiado elevado y sin
garantía de que Frida quedará preñada. Así que sin más ni menos a la mañana siguiente,
tan pronto como llegó al trabajo, le preguntó en mi presencia al dueño de
Frasse si lo podría prestar para el ligamiento. Al fin y al cabo los galgos
eran familiares y por el momento no había una ley que prohibiera la relación
incestuosa entre perros.
―Jamás ―respondió el colega―, mi Frasse nunca ha montado canina alguna y si
dejo que ahora lo haga entonces le quedará gustando y cuando lo saque a caminar
se le tirará a cuanta perra encuentre.
Ante esas dificultades entré a terciar. Le recordé al dueño del gozque que la
ciencia aún no había demostrado que tal afirmación fuera cierta. Que era de
fascistas negarle el gustico al animal. Que uno no debería ser insolidario con
los colegas y menos con Frida que ardía de pasión. El caso es que nuestro
compañero de trabajo accedió, después de pensarlo un poco, con la condición de
que el apareamiento debería llevarse a cabo al aire libre, en una zona
campestre apropiada. Como sea, ese mismo día por la tarde, los tres nos fuimos
con el par de perros a un lugar apacible cuya vista al extenso lago incitaba al
romanticismo. Allí Frasse después de un precalentamiento lúdico, excitado por
los aromas de la parte noble de Frida se
entregó a los placeres que hasta entonces le habían sido negados.
Frida & Frasse Foto: Eva Edin |
Pero volvamos al propósito del paseo callejero. Con la cámara fotográfica
en la mano y la libreta en la gabardina, abandoné el apartamento. Tomé el
elevador y un piso más abajo subió una señora, que nunca antes había visto, con
su pekinés alzado. El perro y yo nos saludamos. Seguimos bajando pero en la
próxima parada apareció el maloliente joven punk con su chihuahua al pecho. Al
vernos dio media vuelta y entró de espaldas al ascensor. Presumo que actuó de
esa manera para que los galgos no gruñeran entre sí. Ya en el primer piso cada
quien tomó un rumbo diferente. Como es de suponer, una vez en la calle los
perros sí pudieron caminar. Por mi parte pensé que era mejor empezar mi
recorrido por el final. Así que después de caminar unos quince minutos me
acerqué al bosque donde está el cementerio de perros.
Cementerio de perros |
En el lugar de las tumbas observé a una mujer de mediana edad, postrada de
rodillas ante el sepulcro de quien seguro fue su fiel amigo. No sé por qué en
ese instante me acordé de uno de los cuentos citadinos de Gabo donde una señora
entrena a su gozque para que vaya a visitarla al camposanto después de muerta.
La escena que yo veía en ese instante era todo lo contrario. Me pregunté si no
había sido el perrito interfecto que en las postrimerías de su vida enseñó a su
ama a visitar sus restos. O sus cenizas, tampoco lo sé ya que no me atreví a
preguntar si el animal había sido cremado. En ese caso me imagino que haberlo horneado
pudo haber costado más que un entierro de chucho pobre. O sea, algo aproximado
al millón de pesos. Moneda colombiana. En fin.
La tumba de un perro llamado Whiskey |
Aún no he podido entender por qué la mayoría de las tumbas de los gozques
está adornada con cruces y no con piedras talladas como es costumbre ornamentar
el pedazo de tierra donde sepultan a los ciudadanos suecos. Muy peculiar ese
fenómeno dado que la única religión que profesan los perros es la lealtad. Al
menos eso dicen en Boyacá.
La tumba del perro Torkel, muerto el 24 de agosto de 2001 |
Como sea, esperé que la señora se ausentara para tomar algunas fotos. Luego
recogí mis pasos fotografiando las canecas, donde se arroja la caca de los
perros. Porque es así, según las reglas, cada persona que salga a caminar con perros
debe llevar una bolsita plástica para recoger la mierda de sus animales. No
hacerlo, además de generar mala conciencia, acarrea una gran multa. Esa es una
medida muy higiénica porque en los veranos a mucha gente le gusta caminar descalza.
Cuando ya llevaba trece placas de canecas, divisé a un jubilado paseando con un
perro sabueso, de raza enana.
Como
sea, en ese instante en que el jubilado apretujó al sabueso, comprendí que no
solo el presidente José Mujica acierta en sus cábalas, sino también que el
mundo gira al revés. Me explico. Es costumbre de los pobres en Colombia, sobre
todo los del altiplano cundiboyacense, hacerse a un perro para que cuide la
casa. Entre más bravo sea el chandoso mejor. Tan así es el asunto que hay personas
que alimentan su galgo con pequeñas dosis de pólvora para que se vuelva valiente
y mantenga lejos a los cacos. Lo sé por experiencia propia ya que mi padre acostumbraba
a darle de comer pedazos de pan espolvoreados con pólvora negra a un chanda que
teníamos. El perro embravecido pasaba toda la noche latiendo en la
terraza. Pero aquí en Suecia los chuchos
no le ladran ni a la luna. Tal vez cuando los dejan solos pegan dos lánguidos ladridos,
como para no olvidar su voz, y no más. Sin duda alguna es por eso que ningún
novelista sueco es capaz de imaginar ese enloquecedor ladrar de perros aldeanos
como en el famoso cuento de Juan Rulfo.
Pero volvamos de nuevo al camino de esta investigación. Eso de que el perro
es para que lo cuide a uno, no tiene cabida acá. Al contrario, los dueños tienen
que estar pendientes de sus galgos a toda hora. Pero, como es natural, hay días
en que por algún percance no es posible estar, como debe ser, al lado del
perro. Son esas separaciones obligadas por el azar. ¿Qué hacer, entonces? Lo
más sencillo es acudir a los hoteles de perrillos. El dueño deja su animal allá, a sabiendas de que estará bien cuidado. Le darán sus
comidas a tiempo y lo consentirán. Si el perro es vegetariano le respetaran su
ración de lechugas, zanahorias y nutrientes secos. Y si de pronto enferma, lo
llevaran al veterinario sin pérdida de tiempo. Por esos servicios cobra el propietario
del hotel alrededor de sesenta mil pesos por día. También moneda colombiana.
Como sea, la perra y yo nos acomodamos en el sofá a ver televisión. No
debió haberle gustado el programa a Frida ya que de un momento a otro quedó
dormida. La desperté pasado el mediodía para que me acompañara al almacén a
comprar medio pollo asado para el almuerzo. Mientras yo me metí a la cocina a
preparar la merienda, Frida se encaminó a su cama, tendida en medio de mi sala,
y sin dar ninguna vuelta se echó a descansar. ¿A las cuántas vueltas se echa un
perro?, solía mi padre preguntarnos cuando mis hermanos y yo éramos niños. En
fin, cuando hube dado cuenta del medio pollo, recogí los huesos y los vertí en
el plato de la mejor amiga de mi amiga. Frida se acercó, los olió y llena de
desconfianza los probó. Pero no cabe ninguna duda que le gustaron porque en dos
chasquidos acabó con ellos.
Al tercer día, cuando mi colega llegó a buscar su mascota, le conté lleno
de contento que Frida se había portado muy bien y que había comido todo lo que
yo le había servido. Le narré de lo mucho que le gustaron los huesos de pollo. ¡Vaya
sorpresa!, mi amiga me miró como si hubiera visto al diablo, palideció, se
arrojó contra Frida y con los dedos le repasó las encías en busca de astillas
óseas. En medio de la angustia le examinó la barriga y me preguntó que si su
animalito había defecado sin problemas. En ese instante comprendí que había sido
un grave error darle a la perra los huesos de pollo y que la amistad con mi
compañera de trabajo quedaba resquebrajada. Menos mal que mis azoradas
respuestas la calmaron. Finalmente me perdonó pero me advirtió perentoriamente que
a un perro nunca se le deben dar huesos de pollo porque se pueden lastimar, que
para eso estaba la bolsa de comida seca, en forma de bolas.
Superado el impasse mi amiga recogió todos los implementos que había traído
con Frida y se despidió de mí dando muestra de mucho agradecimiento. Yo las
acompañé hasta la salida del primer piso. Por fortuna ningún vecino apareció
con su gozque en el elevador. Una vez en la calle oteé cómo mi colega, con
Frida de la correa, doblaba la esquina. A esa hora las primeras sombras de la
noche otoñal caían. Entonces recordé mis días de estudiante de leyes en la
Universidad Nacional de Bogotá cuando el ilustre profesor Esteban Bendec
Olivella, en un examen oral de derecho penal, le disparó una de sus peculiares pregunta
a una alumna.
—Si usted, señorita, sale un domingo a pasear por el Parque Nacional con su
perrita, de pedigrí, recién bañada y de pronto aparece un gozque chandoso de la
nada y se le echa encima y la remolca por la cola, ¿qué delito ha cometido el
osado perro?
La alumna titubeó al responder, a pesar de que en esa época los perros aún carecían
de derechos humanos.
Octubre, Jönköping.