Víctor Rojas (izq) y Elmo Valencia (der) Foto: Carolina Ocampo
El viejo se fue acercando al pequeño
corrillo que se armó después de la charla. A paso lento, con las manos en la
espalda como si llevara algo escondido. No intervino en el cruce de frases. Se
limitó a mirar con curiosidad a quien estuviera interviniendo. La escena
parecía sacada de una película checa. Cada contertuliano después de hacer uso
de la palabra, le echaba rápidamente una mirada al reloj de pulsera y
hacía mutis. Sin más ni menos, la sala de conferencias iba quedando desocupada.
Al cabo de un rato sólo estábamos allí el viejo y yo. Frente a frente.
―¿Así que además de refugiado, eres
editor? ―abrió la boca por primera vez.
Asentí al tiempo que un fugaz pensamiento
me aclaraba que vivir asilado no es una profesión sino una maldición. Luego por
cortesía suya, fuimos a tomar tinto al cercano puesto de la Federación de Cafeteros
de Colombia. Tinto gratis y sabroso, de degustación. Yo no tenía ni idea quién
era el viejo. Daba por cierto que era uno más de esos curiosos que se acercaron
al final de la charla, para platicar conmigo. Yo había sido invitado a la feria
del libro de Bogotá, dedicada a la diáspora. Mi charla se trataba de los
ambientes surrealistas de las sagas de Islandia. Por eso esperaba que el viejo
hiciera acotaciones al tema o refiriera alguna nota extraviada de J. L. Borges
sobre algún escalda vikingo. Pero no. En cambio me contó, como si fuéramos
viejos amigos, que tenía una hija en Suecia. Y pronunció un nombre griego y de
inmediato preguntó que si yo “que también vivía en esos rincones del mundo” la
conocía. Dije que no. En ese preciso instante alguien llegó a saludarlo.
Respondió el saludo aludiéndome:
―Te presento a mi editor en Suecia.
El recién llegado me miro como si lo
estuvieran tomando del pelo, estiró la mano, dijo algo y continuó su rumbo a
pasos largos. No le puse mayor atención al suceso. Terminamos de tomar el café
y en lugar de despedirme, seguí caminado a la par de aquel ser de baja
estatura, pecas en la calvicie, zapatos bien lustrados y americana de paño
viejo, como él, pero bien conservado. De un momento a otro llegamos al puesto
de ventas de los poetas nadaístas. Las estrechas paredes del lugar estaban
llenas de afiches. Dominaban: un grueso tabaco en la boca sonriente del Che y
la falda de Marylin Monroe jugando con el viento. ¡Ni un solo libro había allí!
Sólo fotocopias de poemas escritos a máquina sobre una mesa corta. Una mujer
joven que atendía el puesto al ver a mi acompañante le reclamó airada por
haberse demorado tanto. Entendí que el viejo algo tenía que ver con la venta de
las fotocopias pues de repente se pasó al otro lado de la mesa, dio una
palmadita en la nalga a la joven al tiempo que me presentaba a ella como su
editor.
―Mira, esta es mi última inspiración ―dijo
el personaje y me alcanzó la fotocopia de un poema―. Vale menos que una gaseosa
en la feria.
Cobró. Oda
al condón, leí en voz alta el título de la poesía.
Y para mi enorme sorpresa, lo firmaba Elmo
Valencia. El sobresalto no se hizo esperar. ¿Acaso estaba yo, sin saberlo,
compartiendo con el Monje del Nadaísmo? Alguien pasó a la carrera y me sacó de
dudas al saludarlo:
―¿Eh, vos Elmo, cómo te va?
Entendí. El viejo no se había presentado
pues daba por hecho que yo debía saber quien era él. En verdad, los poetas
nadaístas no me eran ajenos pero nunca los había visto. Ni en persona ni en
fotos. Tenía la impresión de que eran unos seres díscolos que como una
maldición española, se cagaban en la hostia. Pero que eran cuerdos en sus
composiciones, de eso había ninguna duda. En los años de exilio a menudo me
acordaba de la leche revuelta con agua que vendían en las tiendas de la ciudad
y que el cantautor nadaísta Pablus Gallinazo recreaba con atino en su canción Una
flor para mascar.
―Maestro Elmo ―dije dando la impresión de
que en verdad lo conocía, ¿tienes algún libro de poemas tuyos para la venta?
―No, papá, sólo fotocopias ―fue la
respuesta.
Entonces, sin pensarlo dos veces, le
propuse que publicáramos uno, ya que se jactaba de que yo era su editor en
Suecia. El Monje mostró interés. De inmediato algo le dijo en voz baja a la
joven que lo ayudaba y después de repetirle la palmadita en la nalga, me invitó
de nuevo a tomar café, al mismo lugar. Allí acordamos que al día siguiente me
entregaría veinte poemas para ser publicados. Era perentorio trabajar lo más
rápido posible pues yo sólo estaría en Colombia diez días más. Por supuesto,
días de zozobra ya que no se sabe a qué horas despierta el odio camuflado de
verde oliva. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Salí de la feria
del libro derecho a llamar a Suecia para que me dieran un número de registro de
libro, un ISBN.
Al día siguiente crucé por el puesto de
los nadaístas para recoger los poemas. Elmo no estaba, y la mujer joven no
sabía dónde encontrarlo. ¿Acaso se había arrepentido porque los derechos de
autor se los iba a pagar con sus propios
libros? Decidí esperarlo. Todo fue en vano. Volví al otro día por la tarde. Por
suerte, ahí estaba el poeta, firmando fotocopias. Al verme, salió del puesto,
me tomó del brazo y a paso lento me fue llevando al lugar de los tintos de
degustación.
―Acá están los poemas ―dijo y puso sobre
la mesa un montón de diversos papeles.
La verdad es que yo esperaba que me
entregara un disquete. Le eché una hojeada al manuscrito. Algunas hojas estaban
recién mecanografiadas. Otras estaban escritas a mano en papel de cuaderno.
Otras en el dorso de una factura. Y algunas fotocopias. Sonreí. Como acostumbro
a hacerlo cuando algo me incomoda. ¡Qué cosa, yo mismo tendría que pasar todo
al computador! Resignado a la tarea, conté los poemas.
―Hace falta uno ―reclamé.
―¿Y el que te llevaste ayer, papá? Con ese
son veinte.
En aras de ganar tiempo, me levanté de la
mesa y me despedí.
―Ya sabes dónde encontrarme ―replicó El
Monje.
Aún me duele haber dejado allí medio tinto
servido. Sobre todo porque de nada me sirvió salir en volandas. Un aguacero
acompañado de relámpagos me tuvo atrapado por más de hora y media bajo el alero
de un edificio, no muy lejos de la feria del libro. Ya bien entrada la noche
llegué a casa de mi hermana, donde me hospedo cuando voy a Colombia. Yo estaba
tiritando de frío y con ganas de todo menos de ponerme a trabajar. Pero después
de tomar agua de panela bien caliente, me puse a transcribir los poemas. Si
algunos versos no hubieran estado tan ilegibles hubiera terminado antes que a
lo lejos los gallos saludaran al amanecer. Al mediodía ya estaba diagramando la
obra. Bien entrada la tarde le estaba entregando a Elmo un bosquejo de lo que
sería el libro. Un “copia azul” como le dicen los editores suecos al libro
preimpreso. Salieron cincuenta páginas. Lo ideal para un poemario. Y para un
presupuesto limitado. El maestro palmoteó la “copia azul” como si fuera la
nalga de la joven ayudante. Con sus dedos, también salpicados por las pecas de
la edad, trató de medir el gramaje del papel. En ese instante me di cuenta que
tenía los ojos como los de un actor de teatro chino. Pensé que era de la
emoción. Pero no, pues exigió que el libro se hiciera con papel danés. Y se
empecinó tanto en que así fuera, que estuvimos a punto de romper los acuerdos
de la publicación. Por fortuna, entendió que el libro sería hecho en Bogotá.
Quedamos en que al día siguiente cruzaría de nuevo por el puesto para recoger
las posibles correcciones que le haría a la “copia azul”. Contento porque mi
pequeña editorial publicaría a uno de los nadaístas más conocidos, me fui a
dormir. Desperté a medianoche y después no pude volver a conciliar el sueño.
Aparecí donde Elmo Valencia a eso del mediodía. Fuimos a almorzar y antes de
que nos sirvieran el postre le pregunté que si había corregido el manuscrito.
―¡Por supuesto, papá!
Y de inmediato aclaró que había encontrado
que uno de los poemas, el más extenso de todos, no era suyo. Dicha composición,
escrita en una hoja de cuaderno, se la había regalado un estudiante de colegio
que pasó por el puesto a comprar un afiche. Y ahora Elmo caía en cuenta que esa
hoja de cuaderno se había ido refundida entre las otras del manuscrito. Por lo
demás todo estaba bien.
―Bellezas de poemas, papá ―exclamó sin
ocultar la vanidad.
―Entonces, ¿qué título le pondrás al
poemario? ―pregunté.
Ya terminando el postre dijo que lo
llamaría “Culo de botella”. No estuve de acuerdo. Me parecía un título
indecente, vulgar. Y así fue como entramos en la segunda crisis de nuestro
acuerdo. El Monje argumentaba dándome a entender que yo era un puritano, un ser
corroído por la triple moral luterana de Escandinavia. Y nombró algunos libros
con títulos aún más audaces. Changó, el gran putas. Recalcó que el
rotulo de ese libro suena aún más atrevido en francés. ¿Y qué decir del drama
sartriano La puta respetuosa?
Apenado por mi estupidez, por no saber
apreciar el castellano castizo, di el brazo a torcer. Me apresuré a llegar a
casa para entregarme al diseño de la carátula. Casi me da la medianoche
escribiendo en la contraportada que Elmo Valencia en su poemario “Culo de
Botella” hace un recorrido por diferentes lugares del mundo y la memoria.
Empieza con un poema donde el encanto del amor es asaltado por la sombra que
emerge de la sala quirúrgica de un hospital. Con su particular estilo el poeta
le canta a la sensual relación entre hombres y mujeres. Asimismo recuerda los
días en que el bardo Darío Lemus andaba en silla de ruedas.
Ya en la madrugada suprimí el poema
equivocado, el que había escrito el estudiante de colegio. Y entonces la
compaginación se alborotó. Quise mandar todo al diablo, sobretodo cuando me di
cuenta que la eliminación de dicho poema dejaba demasiado flaco al libro. Así
se lo hice saber al poeta, minutos más tarde cuando fui a llevarle una nueva
“copia azul”. Sin embargo, se me ocurrió que eso se podría remediar con un
prólogo. Elmo me pidió que le diera tres días de espera, que él se encargaba de
convencer a Jotamario, su “compinche de poesías”, de que redactará la nota
preliminar. Ya que la feria del libro se acababa al día siguiente, acordamos
encontrarnos en el centro de Bogotá, en la cafetería que hay en la esquina de
la 19 con 5, lugar que el maestro acostumbra a frecuentar. Aproveché ese
respiro para alistar maleta. Compré algunas artesanías, incluida una bandera de
Colombia; unos arequipes, unas libras de café de excelsa calidad y un par de
alpargatas de fique que me habían encargado.
Llegué a la cita media hora antes de lo
acordado. Quería ganar tiempo. Pero de nada me sirvió. El Monje apareció con
dos horas de retrazo, tranquilo, recién afeitado, en vestido de paño y corbata.
Se sentó a la mesa donde yo lo esperaba. Pidió a la cuenta un café con leche y
un par de empanadas. Le pregunté si había conseguido el prólogo.
―¡Claro, papá!
Y sacó de uno de sus bolsillos un papel rústico,
de esos en que se envuelve el pan, y me lo entregó. ¡Qué maravilla, había
convencido a Jotamario! Mi júbilo se transformó en irritación una hora más
tarde, sentado frente al computador, tratando de entender la caligrafía de
médico con que estaba escrita la presentación. Invoqué al santo Job y a la
santísima paciencia de los editores. Así fui descifrando el prólogo: “Al
nadaísmo, movimiento fundado en 1958 por el escritor y profeta antioqueño
Gonzalo Arango e integrado en su mayoría por jóvenes poetas, llegó como un
bólido interestelar Elmo Valencia, conocido como el Monje, proveniente de los
Estados Unidos donde había estudiado Física. Sus primeras piezas literarias
publicadas en el semanario Esquirla y el periódico El Espectador
provocaron las máximas manifestaciones de admiración en el ambiente intelectual
afecto a la Vanguardia y en especial del profeta Arango quien escribió: ¿Qué
maldito dios parió a tan endemoniado genio? ¿Cuántas patas tiene? ¿Camina como
nosotros los humanos? Díganle que Gonzalo Arango y sus amigos le enviamos
cuarenta pares de abrazos...”
Incluido el prólogo, el libro volvía a sus
cincuenta páginas. Lleno de contentó imprimí de nuevo una “copia azul”, con el
código de barras procesado. Me quedaba faltando un dibujo para ilustrar la
carátula, pero eso era lo de menos. Ya se había hecho de noche cuando enganché
las páginas, pero yo sabía donde encontrar al maestro Elmo a esa hora. Tomé un
taxi y fui a su encuentro y le entregué el manuscrito para que le echara un
último vistazo y me diera el visto bueno para mandar a impresión. Nos quedamos
de ver al día siguiente en las horas de la tarde, en la cafetería de la 19 con
5. Y esa fue una cita de la cual me arrepiento con toda mi alma de haber
cumplido. El Monje llegó a la hora acordada, arrastrando los pasos. Daba la
impresión de que iba a caer desmayado. Traía el manuscrito en la mano,
enrollado. El borde de sus ojos se había vuelto intenso.
―¿Qué te pasa, amigo Elmo? ―pregunté
preocupado.
Ni media palabra dijo. Se sentó a la mesa
y me entregó el manuscrito con desgano. Luego hundió el rostro entre las manos.
Al cabo de unos minutos dijo, haciendo esfuerzos por reponerse, que iba a
comprar el ataúd desde ahora, para dormir con él hasta que le llegara la
muerte. Y agregó que no le había quedado tiempo de echarle un vistazo al
manuscrito pero que fuera como fuera, había que quitar el primero de los
poemas. La ingrata mujer que lo inspiró, “una sardina de pocas escamas”, la que
lo ayudaba en la feria del libro, la que lloraba cuando veía un león muerto a
la vuelta de la esquina, lo había abandonado. Sin más ni menos, había sacado la
maleta a las cinco de la mañana.
De nada valió argumentarle que no debía
suprimir ese poema que a mi parecer era el más bello del libro. Esa tarde pude
constatar que los corazones rotos no entienden de razones. Y que si Elmo
Valencia no lloraba es porque los poetas caleños no lloran. Al día siguiente
regresé a Suecia sin haber alcanzado a mandar a imprimir el poemario.
Cinco años más tarde, me volví a encontrar
con el maestro Elmo, en el Festival Internacional de Poesía de Medellín. Estaba
rejuvenecido, ya no tenía bordes pronunciados en los ojos. A la poeta Miriam
Montoya y a mí nos tuvo toda una noche en el bar del hotel donde se hospedaban
los participantes del festival, escuchando un CD con una canción suya, en texto
y voz: Una mosca en el café. Y cuando algún conocido se acercaba a
saludarlo, respondía señalándome: Te presento a mi editor en Suecia.