Carlos Vídales nos abandona justo en esa hora en que comprende que por su
sangre corre la famosa hidromiel de la poesía. Muere cuando estaba tejiendo con
paciencia de araña su libro de poemas Cuadernos
del exilio. Se va de la vida lejos de un lugar que no mereció su
nacimiento, que es sitio pisoteado por una legión de ineptos políticos que
obliga a los poetas a cambiar la pluma por la lanza.
En estas frases iniciales del texto que nos ocupa y que nace como homenaje
a un hombre desterrado, encontramos los presupuestos con los cuales los dioses
nórdicos forjaban los caminos que conducían al mundo de la poesía. Veamos.
Una tarde otoñal las divinidades de los vikingos decidieron hacer la paz
después de pasar media vida guerreando. Envejecidas y cansadas de perder el
tiempo, arrojando hachas y tapando el sol con el vuelo de las flechas,
estrecharon las manos con el enemigo. Entonces llenos de alborozo pero sobre
todo aliviados, organizaron una monumental fiesta de reconciliación donde la
música de harpas, la comida y la bebida brillarían por su abundancia. Al filo
del amanecer, cuando los cuernos del brindis estaban en su apogeo, Odín, el
mayor de los dioses interrumpió la colosal fiesta para que la muchedumbre que
participaba en ella llenara con saliva una gran batea. Con el espumarajo
recogido ordenó a dos enanos que crearan un hombre. Así nació el gigante Kvasir
a quien de inmediato se le dio la tarea de llevarle la sabiduría a los humanos.
En su sangre corría todo el conocimiento del mundo y la paciencia de los
sabios. Ya en las postrimerías de su noble tarea, Kvasir fue degollado por una
pareja de pequeños alevosos que recogió su sangre en tres peroles. Luego
revolvieron el liquido sanguíneo con miel de abejas y lo pusieron a fermentar.
Así nació la hidromiel de la poesía, poderosa bebida que Odin robó para darle
de tomar a los más diestros de sus guerreros antes de que nacieran. Esta
leyenda nórdica, aclarada de manera telegráfica, es en su diversidad de
interpretaciones un acto simbólico donde se puede deducir que la culminación de
la guerra es el nacimiento de la poesía. Es a través de ella con que debemos
cuestionarnos la esencia de los seres humanos y el entorno que los rodea.
Carlos Vidales y el autor de la nota |
Carlos Vidales fue de esos guerreros que bebieron de la hidromiel de la
poesía antes de nacer, como ya se dijo, en una tierra que no lo mereció. Como
combatiente levantó la espada contra los injustos pero la envainó de nuevo
cuando entendió que las armas portan la maldición de hacer que quienes las utilicen
terminen pareciéndose a su enemigo. Así, cabizbajo como marchan los
desterrados, partió al exilio y en Suecia abrió su trinchera para luchar contra
las injusticias, parapetado con certeras frases. Aquí, en esta cuna del frío
nuestro amigo envejece y canta. Es así como ya al final de su
vida se nos presenta con sus propias palabras. Lo hace con un verso donde se
burla de sí mismo. Sabe que quien no tiene capacidad de alimentar el horno del
humor con la propia leña de su cuerpo, carece de razón para entender las
vicisitudes de la vida. En este poema Carlos Vidales se presenta como
acostumbraban a presentarse en sociedad los guerreros de Odín:
Este que veis aquí, guiñando el ojo,
sonrisa en ristre, gesto soñoliento,
oreja arzobispal, flojo el anteojo,
ancha nariz donde se hospeda el viento,
dientes en ruinas, barbas en remojo,
cejas que van buscando el firmamento,
cabello negro, limpio, sin un piojo,
ebrio de fantasía el pensamiento,
es Don Carlos Vidales, autor fino
(entre un trago de ron y otro de vino)
de relatos burlescos y cazurros.
Por él son fuerzas cósmicas las ranas,
las culebras ardientes cortesanas
y profundos filósofos los burros.
sonrisa en ristre, gesto soñoliento,
oreja arzobispal, flojo el anteojo,
ancha nariz donde se hospeda el viento,
dientes en ruinas, barbas en remojo,
cejas que van buscando el firmamento,
cabello negro, limpio, sin un piojo,
ebrio de fantasía el pensamiento,
es Don Carlos Vidales, autor fino
(entre un trago de ron y otro de vino)
de relatos burlescos y cazurros.
Por él son fuerzas cósmicas las ranas,
las culebras ardientes cortesanas
y profundos filósofos los burros.
Carlos además de darnos su propio retrato hablado, nos presenta su nuevo
comando central con el cual recorrerá los inhóspitos campos de la historia, el
arte y la literatura. Al mando de su fuerza cósmica se encuentra La rana
dorada. Ella es la consentida del poeta. Bella por naturaleza, maestra de
ceremonia, diplomática, culta y perseguida. Será quien tenga a bien dar los
partes creativos de Carlos. Por intermedio suyo nos informaremos de poemas
recién salidos del horno, de gentes con ideas propias y otros con ajenas, de
crónicas irreverentes y de profundos ensayos escritos en una prosa agradable de
leer.
En esa línea aparece doña Margarita Sinuosa de Crótalo, de estado civil viuda,
madre de una estirpe de culebrones regados por el mundo. Ella es el puente por
donde cruzan los traidores. Su comandante en jefe no le ha dado una tarea más
especifica que la de ser celestina, agorera y sin sentido de la autocrítica.
Esta señora forma el ente dialéctico de la bondad. Se sospecha que es
infiltrada, como Loki, el hermano del buscapleitos Tor en las huestes de Odín.
Sin lugar a dudas quien
también tiene “ebrio de fantasía el pensamiento” es
Pantxo, el orejón. Es un burro cuyo seso sagaz y certero lo quisiera tener el
montón de ineptos políticos que desterraron a Carlos de su lugar de nacimiento.
Pantxo, rumia ideas, analiza la historia para que ni siquiera sus enemigos la
repitan. Tiene las orejas bien puestas frente a los sucesos que nos han forjado
el arisco espíritu de nación. Comprende que la historia de los pueblos es una
historia plagada de despojos y traiciones.
En sus mandos medios
Carlos contó con la desinteresada colaboración de la señora Cronopia Galáctica
de Charco, simpática de pies a cabeza, telegrafista de profesión y dadora de
vida, como la preciosa Idu, la diosa de las manzanas de la juventud. Esta
señora, con su apariencia de rana verde, es la encargada de cuidar el agua fresca de los guerreros. Tiene el
prodigio de hacer llover cuando la sequía es mortal y la sed agobiante.
Un tipo cuyo nombre de abolengo parece un repelente poema de ovíparo
banquete, se ofreció, sin costo alguno, hacerse cargo de las relaciones
internacionales. Al despedirse deja la siguiente tarjeta de presentación:
Mosca de Camposanto y Plumanegra
Gallinazo, Conde de R.I.P,
Marqués de la Gusanera,
Duque de la Carroña
y Caballero de la orden del Rigor Mortis
Gallinazo, Conde de R.I.P,
Marqués de la Gusanera,
Duque de la Carroña
y Caballero de la orden del Rigor Mortis
Este
personaje es el que trae y lleva la podredumbre que el mundo genera. Cabe decir
que pese a que su trabajo es cada día más agobiante, lo cumple a cabalidad.
¿Pero para qué crea Carlos Vídales ese ejército de miembros tan dispares?
Seguro lo hace porque como ya lo insinuamos está en guerra contra la
mediocridad y la hipocresía que muestra el ser humano en su lucha por el Poder.
En ese batallar siempre estuvo en el lado opuesto de los vuelos del ángel del
dolor. Eso nunca se lo perdonaron los sátrapas criollos y los de este lado. Su
lealtad de clase lo llevó desterrado a tierras ajenas pero bondadosas donde
escribió ese sentido poema del exilio que La rana dorada nos dio a conocer en
uno de sus reportes:
Fui dejando mis huellas y mis lágrimas
tendidas, como harapos, a lo largo del camino;
fue mi única forma de mantenerme entero
mi modo de crecer
mi último recurso de condenado a muerte
tendidas, como harapos, a lo largo del camino;
fue mi única forma de mantenerme entero
mi modo de crecer
mi último recurso de condenado a muerte
Carlos concebía el exilio como una condena a muerte lenta. No se trata en
este caso de la formula romántica del duro pan del exilio. De ninguna manera.
Se trata de una derrota política que en muchos casos se mitiga con éxitos en el
plano personal. Por supuesto los triunfos en este caso nada tienen que ver con
el concepto burgués de que la felicidad la hace el dinero. Se trata más de
ponerle alas a las ideas y echarlas a volar. De saber que los años dedicados a
erradicar la mediocridad y maldad de los poderosos son los más valiosos que una
persona puede tener. Por esa lucha sencilla pero profunda en su esencia es que
el mundo aún se sostiene. Eso alegra el espíritu y le da sentido a la vida. Y
ninguna fuerza por poderosa que sea es capaz de arrebatar esa alegría. Carlos
dedicó toda su existencia a luchar contra las injusticias. No solo lo hizo con
la pluma sino también con la lanza. Sus aportes desinteresados, para decirlo de
nuevo, lo obligaron al destierro. A dejar sus huellas y sus lágrimas a lo largo
del camino. Es cierto, pero no por eso desfalleció. Sublimó el destierro cuando
tomo conciencia que desde allí se podía patear a los mojones que demarcan los
feudos. Se vence el exilio cuando el concepto de patria se borra de un codazo y
el espacio de los sueños se hace más grande. Esa es la venganza del destierro,
tal como lo da a entender Carlos en este airado poema:
Crecer y multiplicarse.
Invadir las ciudades y los campos.
Acusar, a golpes de mirada fija,
con tu sola presencia innumerable
y hacer de tu sombra sin límites, sin forma,
una mancha global de orgullo y de vergüenza.
Invadir las ciudades y los campos.
Acusar, a golpes de mirada fija,
con tu sola presencia innumerable
y hacer de tu sombra sin límites, sin forma,
una mancha global de orgullo y de vergüenza.
Crece, crece. Inunda las calles y las plazas.
Siembra insomnio en el sueño de los opresores,
rompe los muros, las alambradas, las fronteras.
Siembra insomnio en el sueño de los opresores,
rompe los muros, las alambradas, las fronteras.
Te robaron tu patria.
¡Haz del planeta tu patria indivisible!
¡Haz del planeta tu patria indivisible!
Pero para darle vuelo a las ideas se necesita el sosiego del espíritu.
Alcanzarlo es lograr el mayor de los triunfos del destierro. Por desgracia en
el caso de muchos exiliados ese sosiego es esquivo porque la integración al
medio desconocido en que se cae es adversa, por múltiples factores que no viene
al caso recordar.
Carlos Vidales murió anhelando la paz de Colombia. No esa paz que muchos ven
como el silencio de los fusiles y la iniquidad cabalgando como si nada. La paz
anhelada debe ser la que rompe los prejuicios, la que alimenta sus hijos como
la cabra Heidrun nutre con su leche los guerreros, la que permite que los
sueños se eleven y a pique se vaya la sociedad de clases y su desprecio por el
ser humano y su entorno. Una paz donde nadie tenga que doblar la rodilla frente
a otro. Esa paz la buscó Carlos como guerrero, la soñó como poeta, la defendió
como político. Se fue de este mundo convencido que la peor enemiga de la paz es
la danza de los dogmas. Dogmas de la diestra y la siniestra. Con su peculiar
sentido humorístico dejó este legado para los pobres de espíritu, esos que se
atraviesan como trancas en la rueda de la paz.
En aquellos tiempos oscuros
no se podía jugar fútbol
porque, según el dogma,
la pelota era plana.
no se podía jugar fútbol
porque, según el dogma,
la pelota era plana.
No
hay tema que nuestro amigo Carlos Vidales no haya tocado en sus andanzas por la
vida. Llegó al alma de otros poetas y les descifró sus versos. Hizo alarde de
esa estirpe de bardos comprometidos donde se cuenta su padre Luis Vidales y su
primo Juan Manuel Roca. Fue cuentachistes, conversador ameno, responsable en el
momento de las grandes decisiones. Visionario con pies sobre la tierra, donde
las grandes inquietudes las resolvió sin ir más allá de su propia sencillez.
Así como este verso suyo debería de ser la vida:
Ver el futuro
es lo más fácil del mundo:
solo hay que tener paciencia
y esperar que ocurra
es lo más fácil del mundo:
solo hay que tener paciencia
y esperar que ocurra
Ya por último, Carlos era consciente de que todos tenemos limitado el paso
por la Tierra. La gente va y viene en un círculo que algún día cesará si nada
se hace para que la vida sea amena y menos ruin. El cuerpo de la humanidad como
materia es perecedero. El pensamiento como esencia del ser humano es perenne.
Solo nos salvaremos de la muerte en la medida en que nos entreguemos a una
causa justa. Y eso ha sucedido con nuestro amigo que hoy recordamos, a pesar de
que nos haya dejado un espinoso testamento:
No tengo bienes, excepto
mi amor por la vida:
es un lugar común, no vale nada.
A la señora muerte dejo
las últimas migajas del festín.
Mi lápida ha de ser
una piedra pulida
de bella sencillez
y en su rostro, labrado este epitafio:
Aquí yace esta piedra
y debajo de ella
uno de tantos
y debajo de ella
uno de tantos
Dejemos que
el cuerpo de Carlos Vidales vaya en paz a su lugar de origen. Pero mantengamos
vivo su pensamiento y en alto su entrega a la causa de los desposeídos. Y si el
alma se nos enhebra con su desaparición física es porque hay muertes que pesan
más que una montaña.
Víctor Rojas, Jönköping, 16 de enero, 2015