Un par de semanas después de
haber arribado, en compañía de mi pequeño hijo, al campamento de refugiados de
Moheda, el director me mandó a llamar con el intérprete.
―¿En qué piensas trabajar acá en
Suecia? ―me
preguntó sin aspavientos después del saludo.
―En lo que me gusta y he
estudiado con muchas dificultades, la abogacía ―respondí lleno de ilusiones.
El director, un rubio rollizo a
quien se le notaba en su postura veraniega la experiencia de los embistes
burocráticos, pareció sonreír al abrir la boca de nuevo:
―Si quieres trabajar como abogado
en Suecia primero debes leer, escribir y expresarte muy bien tanto en sueco
como en inglés. Y luego de que hayas superado esa barrera idiomática puedes
homologar tus estudios jurídicos realizados en Bolivia.
―En Colombia ―me
apresuré a corregir―. Estudié Derecho y Ciencias políticas en la Universidad
Nacional de Bogotá.
―Bueno, eso Colombia ―prosiguió―.
Cuando ya tengas esos requisitos tienes que solicitar un cupo en cualquiera de
nuestras facultades de leyes y estudiar allí durante dos años la normatividad sueca.
Es bueno que sepas que solo el uno por ciento de los cupos universitarios está
disponible para estudiantes foráneos. En caso de que corras con suerte y seas admitido
y, por supuesto, aprobado el curso tienes que practicar durante otros dos años
en alguna firma de abogados. Eso sí, no sin antes haber adquirido la ciudadanía
sueca pues según nuestras actuales leyes ningún extranjero puede ejercer el
oficio de abogado.
Hace poco viajé a Moheda. Para mi tristeza ya no existía el campamento de refugiados. |
El director permaneció en
silencio esperando mi reacción a sus palabras. Pero yo en ese instante sólo
pensaba en lo fácil que alguien puede destruir las ilusiones de otra persona.
Desde joven había soñado con ser un fogoso abogado penalista. Tanto anhelaba
serlo que muchas veces, y antes de ser admitido en la universidad, me paraba frente a un gran espejo a pronunciar
con fe arrolladora alegatos de imaginadas audiencias. Mis palabras bien
entonadas volvían añicos los argumentos de la contraparte. Pero siempre hay
alguien que se orina en el vaso donde bebe el sediento. En mi caso fueron los
torturadores de la Brigada de Institutos Militares de Bogotá quienes para encubrir
un uxoricidio me acusaron falsamente de ser uno de los matones de la señora
Gloria Lara. Un par de meses antes de esta alevosa acusación había alquilado
una pequeña oficina en el centro de la ciudad, con el fin de hacer realidad mis
sueños de litigante. Los chafarotes apenas si me habían dejado saborear para
siempre el tan anhelado oficio del litigio ya que ahora me encontraba frente al
director del campamento de refugiados quien con su crudo positivismo luterano
me ofrecía una insospechada alternativa para ganarme el pan del día en Suecia.
―Así que olvídate de la abogacía ―continuó―.
En este momento Suecia necesita mano de obra en la industria. Lo mejor que
puedes hacer es estudiar tornería a la par de nuestro idioma.
Así fue como detrás de un torno
industrial vi caer la nieve, por primera vez, a través de los grandes
ventanales de un taller de aprendizaje. Dos años más tarde con el diploma de
torneador bajo el brazo pasé a engrosar las filas del proletariado sueco. Mi
nuevo oficio consistía en manejar una enorme máquina de cuchillas que convertía
colosales cilindros de papel en rollos de papel higiénico. Al solicitar membresía en el sindicato sentí
orgullo de pertenecer a la clase obrera en si. Pero al cabo de tres años la nostalgia de los
estrados judiciales me hizo sentir enormes deseos de pertenecer a la clase
obrera para si.
Por fortuna en una asamblea del sindicato cayó en mis manos un
folleto donde se describía de manera sucinta las obligaciones del patrono con
los trabajadores. Si un obrero, daba a entender el prospecto laboral, no sabía
leer ni escribir el patrón estaba en la obligación de mandarlo a estudiar
devengando sueldo. Entonces silogicé que si mis estudios no tenían ninguna
validez en Suecia podría por lo tanto concluir que no existían. Así que sin
pensarlo dos veces les solicité a los dueños de la fábrica que me mandaran a
estudiar. Ni yo mismo lo creía cuando de la noche a la mañana estaba sentado en
un pupitre de la escuela superior para adultos, aprendiendo las tablas de
multiplicar en sueco.
En aquel centro escolar terminé sin muchos contratiempos el
bachillerato acelerado. Volví a sonreír, sobre todo al haber descubierto el
mundo literario de los nórdicos. Pero como no me resignaba a tener que olvidar
los estudios jurídicos entré a la universidad a estudiar las leyes suecas de
protección social. Y de puro ambicioso y a sabiendas de que acá la universidad
es gratuita y además le pagan una mensualidad apropiada a los estudiantes,
decidí a la par del estudio de leyes estudiar ciencias de la literatura. Culminé
rozando las dos carreras y por supuesto nunca más volví a la fábrica de papel
higiénico sino que por aquellas cosas absurdas de la vida terminé trabajando en
el engranaje jurídico de Suecia. Ah, y
de vez en cuando dicto charlas sobre las metáforas de los vikingos.
Mi carné de miembro del sindicato |
En la escuela Rosenlundsfölkhögskolan, donde estudié el bachillerato, con los profesores y compañeros de clase |
s
Víctor Rojas
Jönköping, 26 de julio de 2017
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