El día que Gabriel
García Márquez delinquió en la tierra de los vikingos
Por Víctor Rojas*
Es otoño a plenitud. Sin embargo, en la pequeña ciudad de Jönköping los árboles se niegan a la fascinación de los colores y a la desnudez. En el patio de la casa, una manzana cae de la rama al pasto, vencida por el frío. En el bosque cercano se oye el ladrido de un perro y el estruendo seco de un disparo. La caza de alces está en todo su furor. En años anteriores ha habido casos de balas perdidas que perforan transeúntes y de cazadores que le echan demasiado coñac al termo del café. Aun así, el periodista uruguayo Pepe Viñoles y yo salimos a caminar por las orillas de la ciudad. Tal como acostumbro hacerlo con los amigos que me visitan. Apenas si habíamos abandonado la casa empezamos a conversar, para hacer más ligeros los pasos, de la Teoría del Caos y de lo absurda que es la Vida. Ilustramos nuestra plática con la anécdota del soldado que recibió la orden de ultimar al Che Guevara el día que cayó prisionero en una aldehuela olvidada de Bolivia. Aquel infeliz verdugo con el transcurso del tiempo quedó en silla de ruedas. Sus superiores nunca más se volvieron a acordar de él, lo abandonaron a su suerte, al remordimiento y la miseria. Y para colmo de males, las cataratas en los ojos le quitaron la visión. Pero una tarde escuchó que al empobrecido barrio donde aún vive había llegado un equipo de médicos que atendían a los necesitados sin cobrarles. Allí acudió invocando a Dios para que lo atendieran. Y así sucedió. Un par de días después de haber recuperado la vista, el ultimador del Che se enteró de que el médico que lo había operado era un cubano que cumplía tareas de solidaridad con el pueblo regentado por Evo Morales.
Un tramo del camino lo avanzamos en silencio. Cada uno de nosotros cavilaba sus asuntos. Pepe caminaba despacio, las manos enguantadas a la espalda. Parecía un filósofo socrático cargado de dudas. Por mi parte, me di a pensar en esa profundidad que las anécdotas bien referidas son capaces de generar. De un momento a otro resultamos hablando del día que le entregaron el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez. ¡De eso ya hace más de un cuarto de siglo! expresamos al mismo tiempo. Entonces le cuento a mi amigo que en esa oportunidad la intelectualidad de Colombia no cabía en la ropa de lo orgullosa que se sentía. Tanto que hasta llegó a afirmar que la Academia Sueca se había hecho famosa al concederle el preciado galardón a Gabo.
—Si por allá llovía por acá no escampaba —repostó
Pepe Viñoles quien por esa época vivía en uno de los suburbios de la capital—.
En Suecia la euforia espantó el frío a sombrerazos. Con ese premio le fue dado a
la mayoría de la colonia latinoamericana saborear el dulce del desquite. Un
escritor perseguido por los militares de su patria, uno de los miles de
refugiados del continente, era el premiado. Un contragolpe a esa derrota que es
el exilio. Por eso la tarde del domingo 12 de diciembre del año 1982, la Casa
del Pueblo de Estocolmo, estaba a reventar, a pesar de que la entrada costaba
100 coronas de esa época. Teníamos vedado asistir a la premiación oficial con
reyes, embajadores y otras personalidades; más aún, teníamos que hacernos
invisibles si queríamos entrar a la tradicional y pomposa cena de gala del
Ayuntamiento.
Y enseguida me da a entender que si bien era
cierto que muchos de aquellos felices latinoamericanos habían logrado en el
esplendor de sus luchas sociales hacerse invisibles a las lupas de la
represión, les era imposible hacer lo mismo ante los ojos de quienes cuidan y
controlan la ceremonia más importante de la humanidad.
—Ni pensarlo —dice—, aunque si se hubiera
intentado, tal vez hubiera sido posible.
Al parecer sucedieron tantas locuras en aquella ocasión que la racionalidad sueca, estuvo a punto de explotar. Y no era para menos. A Gabo se le había ocurrido llegar a Estocolmo en compañía de un tropel de músicos y bailarines cuyas pieles ahumadas solo estaban protegidas del intenso frío por guayaberas de fina seda y blusas de mangas cortas.
Al parecer sucedieron tantas locuras en aquella ocasión que la racionalidad sueca, estuvo a punto de explotar. Y no era para menos. A Gabo se le había ocurrido llegar a Estocolmo en compañía de un tropel de músicos y bailarines cuyas pieles ahumadas solo estaban protegidas del intenso frío por guayaberas de fina seda y blusas de mangas cortas.
—Pero no sólo eso —recuerda Pepe—. También
García Márquez se negó a vestir el frac negro de rigor para recibir el premio
de manos del rey. Para el escritor ponerse ese tipo de vestimenta le “traería
mala suerte”, por lo que decidió lucir durante la ceremonia el, hasta ese
momento, desconocido liquiliqui, atuendo caribeño de color blanco. Hay que
imaginar el gran revuelo que eso causó entre los encargados del protocolo. Y
como si fuera poco, se supo a media voz que llegaría un cargamento de ron de la
Habana. Un gesto oportuno de Fidel Castro, por si a Gabito, su gran camarada,
se le antojaba hacer una “cumbiamba” con los paisanos de Strindberg. ¡Y claro
que sí —pensé—, una rumba con el sello del realismo mágico! ¿Acaso a mi compatriota
no le habían otorgado el premio Nóbel por haber sido el arquitecto de Macondo?
Ese villorrio tropical cuyos cochitriles tienen por techo alas de mariposas
amarillas, tenía que ser consecuente y trasladarse por unos días a las nieves
nórdicas. Por muy difícil y osado que eso pareciera.
Nuestra conversación fue cortada por el estruendo de un balazo y el chillido de un perro en la mitad del bosque.
Nuestra conversación fue cortada por el estruendo de un balazo y el chillido de un perro en la mitad del bosque.
—Un alce menos —dice Pepe.
Y de inmediato recuerda que hace 25 años el
actor chileno Igor Cantillana lo llamó por teléfono para contarle que se estaba
organizando una fiesta popular para festejar con el mismísimo Gabo. Y quería
que Pepe, que también es diseñador gráfico, hiciera el afiche.
—Por esos días yo andaba bregando por hacer
una plaqueta ilustrada para la editorial Nordan, a partir de la fascinación que
me había causado la lectura de la novela Mascaró
el cazador americano de Haroldo Conti, un autor detenido-desaparecido en
Argentina. Había sacado la conclusión que tanto la imaginaría de Conti como la
de García Márquez era imposible de traducir visualmente —recuerda lleno de
nostalgia mi amigo.
Pero a pesar de la conclusión a la que había
llegado, se puso a diseñar el afiche con gran entusiasmo. Como un poseído
comenzó a rodear el rostro de García Márquez con imágenes que se le ocurrían y
que fue sacando de la gráfica popular latinoamericana: de Guadalupe Posadas, de
la Lira Popular chilena, de los Grabados brasileños de Cordel; también de los
caprichos de Goya, buscando bucear en otro de los vientres primeros de nuestra
identidad.
—Elementos esos que en mi collage iba
asociando con los personajes y situaciones de la obra del colombiano —agrega.
A último minuto, como siempre sucede, el
cartel fue metido a imprenta y ya impreso, se pegó por todo Estocolmo. En este
punto nuestra conversación tuvo que suspenderse. Repentinamente del bosque
salieron dos afligidos cazadores cargando en una improvisada camilla, salpicada
de sangre, a un perro que tenía una bala incrustada en una cadera. Pepe y yo
nos miramos desconcertados. Nos detenemos sin atinar a hacer nada. No es usual
ver cazadores llorando. Y mucho menos cargando perros en camilla. Los vimos
desaparecer rumbo al centro de la ciudad. Es Pepe Viñoles quien unos instantes
después de haber reiniciado la caminata, retoma la conversación para seguir
contando que aquel 12 de diciembre, un puñado de refugiados políticos, entre
los cuales se contaba él, se dio cita bien temprano en la Casa del Pueblo para
arreglar el local donde se llevaría a cabo la fiesta con Gabo. Las escobas, los
traperos, las mesas los micrófonos, en su ir y venir extenuaron al puñado de
entusiastas. Y cuando ya casi dejaban todo listo alguien llegó a decirles que
tenían que ir a descargar un camión repleto de cajas de cartón. Pronto se
dieron cuenta de que la carga era ¡el ron que Fidel Castro le enviaba a García
Márquez! Así que tuvieron que dejar el cansancio a un lado y ponerle manos a la
obra. Debajo de las escaleras del local se improvisó un depósito, una bodega
llena de trago de la Habana. Eso en cualquier país del mundo no sería ninguna
novedad. Pero en Suecia no solo es novedad sino delito que se castiga con más
severidad que el de la evasión de impuestos. Acá, para dar algunas puntadas de
la complicada política etílica, la venta de bebidas alcohólicas es de monopolio
estatal y el alcoholismo es considerado enfermedad y por lo tanto se puede
aducir como causal para obtener la pensión anticipada. En ninguna parte del
reino se puede comprar bebidas embriagantes que no sea en estancos del Estado
con horarios restringidos. Siendo así, los exhaustos organizadores de la fiesta
y, por supuesto, el mismísimo Gabo, estaban, sin saberlo —por supuesto—
corriendo el riesgo de ir a parar tras las rejas. Y si las autoridades se
hubieran enterado, a tiempo, de lo que a esa hora estaba sucediendo debajo de
las escaleras de la Casa del Pueblo, hubieran librado una orden de captura
contra Fidel Castro. Y valga aclarar que no se está exagerando. En fin, le pido
a mi contertuliano que me cuente cómo se desenvolvió el resto de la jornada
cultural de esa tarde. Me dijo, sin perder el enardecimiento con que venía
hablando, que a pesar de que el local estaba que no le cabía un alma más, él
mismo terminó sentado dos filas atrás de García Márquez, su mujer y su
bulliciosa comitiva. Al escenario subieron niños chilenos a bailar cuecas y
Aníbal Sampayo interpretó una canción que dedicó al popular Omar Torrijos quien
hacía muy poco había muerto en un sospechoso accidente aéreo.
—En ese instante me pareció que el recuerdo
de su amigo panameño conmovió hondamente a Gabo —dice Pepe.
Y agrega que también cantó el popular
trovador Cornelis Vreesvijk y el cantautor sueco Tommy Körberg. De un momento a
otro el escenario se inundó de tambores y acordeones y fuego y sensuales
contorsiones del tropel de músicos y bailarines que Gabo cargó para donde
quiera que fuera durante su estadía en Estocolmo.
—Por último, García Márquez subió al
escenario y se sentó frente a una pequeña mesa. Pidió un vaso de agua y aclaró
que antes de empezar a leer necesitaría respirar profundo, porque su relato El último viaje del buque fantasma sólo
tenía un punto al final —cuenta mi amigo.
Pepe Viñoles hace una pausa en su relato sin dejar de caminar. Veo cómo los aires de la nostalgia circundan su rostro. Mete los labios entre los dientes, para protegerlos del frío. Luego prosigue como rogando.
—Ojalá sea cierto que Gabo escogió la lectura
de ese sensacional cuento cuando Mercedes Barcha, su mujer, le mostró el afiche
que yo había hecho y que ella había recogido a la entrada del recinto. Sospecho
que en caso tal influyó el que yo hubiera enredado en sus greñas hirsutas un
pequeño Titanic.
—¿Y qué pasó con el ron?, lo interrumpo.
La respuesta llega sin dar espera alguna.
—En vista de la abundante cantidad que había,
decidimos regalarle a cada asistente al evento una botella de medio litro para
que se marchara solito o acompañado a la casa o a donde quisiera, a seguir con
la rumba garcíamarquiana. Aun así, las botellas no se agotaron. Las que
sobraron, y eran bastantes, tuvimos que cargarlas para una casa en Rinkeby y
allí improvisamos una “cumbiamba” con los que quisieron asistir. En vano
tratamos de consumir todo el trago escuchando vallenatos, remedando a Totó la
Momposina, y tratando de bailar cumbias, contorsionados, como lo hacía el
séquito de exóticos bailarines de Gabo. El caso fue que el lunes, aún con la
resaca a cuestas, me enteré por los diarios que los asistentes a la fiesta del
escritor latinoamericano en la Casa del Pueblo, habían violado la ley sueca al
hacerse cada uno a medio litro de alcohol sin pagar el respectivo impuesto a
las ventas.
No sobra decir que mi amigo uruguayo espantó el malestar etílico, marca Habana Club, al contemplar una vez más el afiche de fondo azul que había colgado como trofeo al ego artístico en una de las paredes de su apartamento. Ahí estaba Gabo, sonriéndole. Mirándolo a través de las costillas de un pez descolorido. Y al costado del mentón del escritor había un hombre amarrado a un poste, frente a un pelotón de fusilamiento. Una figura nacida de la sinrazón de Goya. Entonces fue cuando cayó en cuenta que con esa escena comienza Cien años de soledad, la insuperable novela del causante de la fiesta que hace ya un poco más de un cuarto de siglo en Estocolmo superó al realismo mágico.
No sobra decir que mi amigo uruguayo espantó el malestar etílico, marca Habana Club, al contemplar una vez más el afiche de fondo azul que había colgado como trofeo al ego artístico en una de las paredes de su apartamento. Ahí estaba Gabo, sonriéndole. Mirándolo a través de las costillas de un pez descolorido. Y al costado del mentón del escritor había un hombre amarrado a un poste, frente a un pelotón de fusilamiento. Una figura nacida de la sinrazón de Goya. Entonces fue cuando cayó en cuenta que con esa escena comienza Cien años de soledad, la insuperable novela del causante de la fiesta que hace ya un poco más de un cuarto de siglo en Estocolmo superó al realismo mágico.
*Escritor colombiano residente en Suecia
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