jueves, 30 de abril de 2020

¡Los juguetes de barro!


Cerámica de Mario Rojas



En estos días de brutal epidemia, no hay una manera más simpática de empezar la siguiente crónica que no sea esta:

Un fantasma recorre el mundo entero. Es el fantasma del virus corona y contra él se ha unido, en palabras y hechos, una gama de gobernantes imbéciles, culebreros apostólicos, hechiceros, rezanderos y cortesanas.

Las viejas beatas de España, nietas de Franco y sobrinas de Rajoy, se levantan el domingo contra el toque de queda que el gobierno ha implantado para no hacer más grande el ya demasiado grande contagio. Por las bocas bigotudas de estas santurronas brotan gritos ensordecedores de ¡Primero contagiadas que antes de dejar de asistir a misa!

Los predicadores, tanto los pastores vestidos de paño inglés como los curas de naguas negras, hablan de la llegada inminente del primer caballo del apocalipsis. La víspera del final de todas las cosas en el año gemelo. La grey de los evangelistas se llena de estupor y entra en convulsión. Ningún rezo le aplaca los ojos desorbitados. Congregación con rostro de miedo al saber que se va a encontrar con el que siempre ha querido encontrarse.

Los pastores sin pérdida de tiempo ponen al frente de los templos canecas donde la gente pueda deshacerse de joyas y dinero. Predican por altoparlantes que Dios no acepta ricos en el cielo. Agregan que el servicio de las canecas es gratuito, porque todo será, pero Dios tampoco acepta en su reino gente aprovechada de las necesidades del prójimo.

La puta de Babilonia nada dice. Se lamenta, eso sí, de que la ropa purpúrea y los fetiches en forma de palos cruzados, que tenía para exhibir en abril, se tengan que depositar en otras canecas, las de la basura.

En su república bananera el otrora rabioso ateo, Daniel Ortega, llama a multitudinarias marchas de fe y rezos al aire libre para que la divina providencia no suelte sobre los campos de Sandino el virus corona en forma de aguacero pertinaz. Su mujer, bruja convertida en payaso triste, -o por lo contrario- rocía a los manifestantes con agua de cilantro y sábila para que no se infecten, pero sobre todo para que no piensen.

Varios kilómetros más abajo, en otra república de bananos, Iván Duque, cariñosamente llamado El cerdito, decreta una cadena de oración a la Virgen de Chiquinquirá para que el País del Sagrado Corazón no se cunda del virus de la misma manera que su partido político, a sus espaldas, se cundió de dólares de los mercaderes de nieve en forma de polvo.

Mientras tanto al otro lado del Atlántico, en la tierra donde patentaron la guillotina, el gobernante neoliberal de tracamandaca, monseur Macron, se lamenta de no haber entendido de joven que la salud es una enfermedad crónica en las sucias manos de las empresas privadas. Pero ya es tarde para hacer de las jeringas, camillas y bisturís herramientas estatales.

Y, ay, Dios, el bufón Trump no cierra el ojo derecho en la noche, pensando en que no tiene hospitales y en cómo pedirle al caimán barbudo que le preste unas pastillas, aunque sean pocas, de Interferon Alfa 2B para ganar las próximas elecciones.

En esas, arriba en las nubes, Dios está cagado de la risa al ver que sus juguetes de barro están cundidos de pánico.

Víctor Rojas
Jönköping, 17 de marzo de 2020.

miércoles, 29 de abril de 2020

El ocaso de los dioses





Al principio el ser humano no entendía algunos fenómenos que sucedían en la naturaleza y eso le causaba grandes temores. Desconfianza natural a lo desconocido. Por eso, cuando caían esos mortales rayos y retumbantes truenos creía que encima de las nubes vivía gente muy poderosa. A esos ruidos y movimientos de arriba los llamó dios, que en lenguaje raso la palabra debería significar todo lo que nace del miedo. El ser humano entonces inventó varias y divertidas narraciones para tratar de explicar todo lo que estaba sucediendo en las alturas y que él no veía, pero tampoco nadie bajaba a contarle. Sorprende el vuelo de la imaginación que tienen la mayoría de esos relatos mitológicos.
El hombre egipcio, que era el más cuerdo de los fabuladores de la humanidad, creyó que esos mismos fenómenos naturales que tanto desasosiego le producían eran dioses. Entonces consideró que sobre las nubes existían seres superiores que tenían los atributos que los hombres carecían y los animales poseían. Las alas, por ejemplo. A partir de esa falsa creencia empezó a concebir animales con rasgos humanos. Así nació, entre otros, el mito de Horus, el dios del cielo. Esta deidad, como todos sabemos, tiene cabeza de halcón y cuerpo de hombre. Nace de la relación carnal entre Osiris y su hermana Isis. Lo tenebroso es que Osiris lo engendra después de que su propio hermano le propinó una muerte cruel. Pero esa es otra leyenda que de paso nos recuerda otra historia más execrable y reciente. Horus era guerrero y sabio y tuerto y se hacía llamar el Señor del cielo. Debajo de su agudo pico de rapiña descolgaba una barba cuadricular. En su nombre se moría y se mataba en ferales combates.
Algo parecido concibieron los hindús con Rakshasa, personificado en forma de felino con atributos de púgil de lucha libre, es decir, rudo y abultado por tensos músculos. Un Rakshasa era grotesco y carente de piedad. Hacía sopa de menudencias con los seres humanos que atrapaba cuando le daba hambre. Su primo Pishaca nada tenía que envidiarles a los sargentos del Cono Sur y sus cámaras de tortura. Toda esa brutalidad de las deidades contra su pueblo se debía a que los hindúes siempre se vieron a sí mismos como dioses caídos en desgracia y que fueron arrojados sin memoria a la Tierra por no haber sabido manejar la modestia, esa cualidad que eternamente debe tener alguien con poderes divinos.
Los griegos, por su parte, crearon a Zeus y su poderoso cetro. Este dios era el dueño del temeroso trueno y de una variada familia. Tenía de fiel guardaespaldas a un águila de sedoso plumaje que enviaba de visita a quienes creían en él. Zeus contrajo nupcias con Hera, su hermana, a quien le era infiel cada vez que la pasión lo doblegaba. Su cielo tenía el pomposo nombre de Olimpo. Zeus era fuerte y de inigualable belleza. Sus ojos eran divinos y su cabello abundante y ensortijado. De barba refinada y larga. En su nombre se combatía contra otros bárbaros de flechas menos certeras.
Mientras tanto en la tierra de la Ultima Thule, que así se les decía a los hoy llamados países nórdicos, los vikingos crearon a Odín, dios supremo de la poesía y la guerra. Odín era dueño de un caballo de ocho patas, una lanza que nunca fallaba y una prole divertida. Sus detectives privados eran dos cuervos asolapados. A Odín lo crearon más infiel que Zeus. Contrajo nupcias con Frigg, hija de su más acérrimo enemigo. Pero también le picaba el ojo a su sobrina Freya y en un viaje de diversiones que hizo en tierras ajenas, dejó embarazada a Gunlöd una diosa virgen quien luego parió un hombre viejo. El cielo de Odín se llamaba Valhalla y allí iban solo los valientes. Odín tenía greñas grasosas y barba larga pero rala y era tuerto. Había perdido un ojo por ambicioso al querer hacerse del inconmensurable conocimiento del mundo. A pesar de tener un parche en un ojo, todo lo veía a plenitud, nada podía pasar a sus espaldas. En su nombre los vikingos se atrevieron a sitiar París y degollar a cuanto monje encontraban caminando por los caminos de herradura de York.
Las tribus de los desiertos del Medio Oriente no podían pasar ajenas a tener explicación de las cosas que pasaban en el cielo. Ni más faltaba. Entonces crearon a Jehová, un dios con todo el poder habido y por haber. Superior a Zeus y más omnipotente que Odín. Jehová es amo y señor de todas las cosas que hay entre el cielo y la tierra. Hizo al primer ser humano a su imagen y semejanza de un pegote de barro. Por tal motivo se sabe que es hombre, pero nadie le conoce mujer. Sin embargo, tiene un hijo que siempre se sienta a su derecha después de haber resucitado de la brutal muerte que los humanos le propiciaron. A la izquierda de este dios se sienta una figura amorfa que siempre da la impresión que su existencia no era necesaria. Jehová tiene por mensajeros a un puñado de hombres alados que, al decir verdad, son plagio de las deidades del antiguo Egipto. Los llama arcángeles y el preferido de ellos es Gabriel cuyo cuerpo de ser humano está dotado con unas poderosas alas de pájaro sin nombre, pero tan largas que le permiten viajar del cielo a la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Así lo hizo cuando Jehová lo envió a la aldea de Nazaret para que con el dedo índice derecho embarazara a una campesina pobre sin quitarle la virginidad. El cielo de este dios se llama Edén y allí solo llegan los pobres que sufren en la Tierra. A Jehová se le conoce por vengativo e iracundo. Ha destruido ciudades enteras porque la gente se olvida de él y una vez ahogó hasta los peces y demás animales del agua con un diluvio universal. Su semoviente preferido es un cordero que tiene atribuciones de quitar el pecado del mundo. Los ojos de Jehová son bellos y azules. De cutis terso y su cabello también es abundante y ensortijado. Al igual que algunos dioses que le antecedieron, lleva barba bien cuidada y bigote acicalado. Su ropaje es de color blanco, al estilo de los árabes citadinos. Su mitología ha sido impuesta desde hace cerca de 1300 años a punta de espadas, trabucos y torturas. Sin embargo, en los últimos años sus seguidores se aprovechan de la gente ignara para atemorizarla con pésimas obras de teatro en su otrora sagrado y respetado templo. Anteriormente multiplicaba panes y peces, ahora multiplica monedas y billetes libres de impuestos. En su nombre se han desatado las últimas guerras de la humanidad. Se calcula que tendrá vigencia solo un par de siglos más ya que el ser humano empieza a darse cuenta que se necesita de una nueva mitología para entender el universo que al parecer es más grande y profundo de lo que hasta el momento se cree que es. Pero sobre todo porque Jehová deja pasar el tiempo muy rápido y, fuera de eso, empieza a parecerse demasiado a sus figuras de barro, con cuentas bancarias en el paraíso y teléfonos móviles de última gama.

Víctor Rojas.
Jönköping, 25 de abril de 2020.
(Mientras tanto tú pegas un grito de desesperación por el encierro al cual te tienen obligada para que no te contagies del Covid-19)

La poeta cubana Vivian Lemes, autora del poemario "La piel del cristal" nos envía la siguiente nota. Vivian Lemes vive en Barcelona y es médica sobreviviente de Covid-19.



LA PAJA EN EL OJO AJENO
Foto: Estefanía Baeza



Hoy es una tarde de cualquier día de mi vida. La humanidad libra una batalla contra un enemigo invisible. Tan invisible que me sorprendo a veces tonteando con la idea de la fábula inventada por unos para aterrorizar a otros. El eterno juego del bueno y del malo. Pero es cierto. Estamos en medio de una batalla. Me froto los ojos, estiro los dedos contra el teclado, me levanto a por un vaso de agua, preparo algo de comer, pongo música, miro el techo, me estiro y camino diez pasos hasta la habitación, vuelvo de nuevo al salón, apoyo mi cara contra el cristal de la terraza.
Afuera los pájaros pían más que nunca. Hay silencio humano. Solo se escuchan las aves y las ramas entrechocando, como si la ciudad se hubiera convertido en un apacible bosque de las afueras.  El ser humano está encerrado detrás de las ventanas y los muros, espiando el mundo que no le pertenece, aunque lo haya tomado y destruido a la fuerza. Pega la cara contra cada cristal y cada muro, siente el miedo en carne propia. Miedo a convertirse en pez de la pecera, en león enjaulado de zoológico, en especie en peligro de extinción. Se pregunta por el fin de la historia. Busca culpables precisos. Reza a dioses inútiles. Todo en vano.
Alguien con poderes y maldad ha lanzado un virus mortal especialmente fabricado para aniquilar selectivamente a aquellos humanos defectuosos. ¿Quién entonces pondrá fin a esta historia?
La incapacidad de observar su propia paja es la que urde cualquier tipo de fábula que lo exculpe del desastre que es como especie. Así que siempre ha habido, hay y habrá un maldito enemigo, alguien más malo que nadie creando caos y confusión, desviando la marea humana corriente abajo, contra las piedras de la culpa ajena.
Me falta amor, me digo, amor en general. Cada uno de nosotros somos un pequeño mundo al que le falta amor. No somos otra cosa que la representación de ese gran mundo de allá fuera, ese que hemos creado y destruido a la misma vez. Me siento el mundo, desolada, vacía, pisoteada por fuerzas que se escapan a mi control. Observo a través del cristal ese mundo, el mundo que boquea en busca de oxígeno. Respiro mi propia asfixia.
Sin nosotros el aire del mundo se torna más limpio, el agua se aclara y a través del espejo del agua los peces nadan hasta la misma orilla, exentos de barreras humanas. La ciudad misma se ha convertido en sabana y montaña, prados y bosques. Los pocos animales salvajes que aún sobreviven a nuestra barbarie vuelven a recorrer las rutas que les robamos. A la tierra le crecen tímidas ramas con el tiempo contado. También el agua, el aire y las fieras tienen el tiempo contado. No les estamos regalando nada. Detrás de los cristales la gente llora y se ofende, aplaude a otra gente que le salvará del desastre. Sin embargo, yo me pregunto: ¿de qué desastre nos estamos salvando?