Al
principio el ser humano no entendía algunos fenómenos que sucedían en la
naturaleza y eso le causaba grandes temores. Desconfianza natural a lo
desconocido. Por eso, cuando caían esos mortales rayos y retumbantes truenos
creía que encima de las nubes vivía gente muy poderosa. A esos ruidos y
movimientos de arriba los llamó dios, que en lenguaje raso la palabra debería
significar todo lo que nace del miedo. El ser humano entonces inventó varias y divertidas
narraciones para tratar de explicar todo lo que estaba sucediendo en las alturas
y que él no veía, pero tampoco nadie bajaba a contarle. Sorprende el vuelo de
la imaginación que tienen la mayoría de esos relatos mitológicos.
El hombre
egipcio, que era el más cuerdo de los fabuladores de la humanidad, creyó que
esos mismos fenómenos naturales que tanto desasosiego le producían eran dioses.
Entonces consideró que sobre las nubes existían seres superiores que tenían los
atributos que los hombres carecían y los animales poseían. Las alas, por
ejemplo. A partir de esa falsa creencia empezó a concebir animales con rasgos
humanos. Así nació, entre otros, el mito de Horus, el dios del cielo. Esta
deidad, como todos sabemos, tiene cabeza de halcón y cuerpo de hombre. Nace de
la relación carnal entre Osiris y su hermana Isis. Lo tenebroso es que Osiris
lo engendra después de que su propio hermano le propinó una muerte cruel. Pero
esa es otra leyenda que de paso nos recuerda otra historia más execrable y reciente.
Horus era guerrero y sabio y tuerto y se hacía llamar el Señor del cielo. Debajo
de su agudo pico de rapiña descolgaba una barba cuadricular. En su nombre se
moría y se mataba en ferales combates.
Algo
parecido concibieron los hindús con Rakshasa, personificado en forma de felino
con atributos de púgil de lucha libre, es decir, rudo y abultado por tensos
músculos. Un Rakshasa era grotesco y carente de piedad. Hacía sopa de
menudencias con los seres humanos que atrapaba cuando le daba hambre. Su primo
Pishaca nada tenía que envidiarles a los sargentos del Cono Sur y sus cámaras
de tortura. Toda esa brutalidad de las deidades contra su pueblo se debía a que
los hindúes siempre se vieron a sí mismos como dioses caídos en desgracia y que
fueron arrojados sin memoria a la Tierra por no haber sabido manejar la
modestia, esa cualidad que eternamente debe tener alguien con poderes divinos.
Los
griegos, por su parte, crearon a Zeus y su poderoso cetro. Este dios era el
dueño del temeroso trueno y de una variada familia. Tenía de fiel guardaespaldas
a un águila de sedoso plumaje que enviaba de visita a quienes creían en él.
Zeus contrajo nupcias con Hera, su hermana, a quien le era infiel cada vez que
la pasión lo doblegaba. Su cielo tenía el pomposo nombre de Olimpo. Zeus era fuerte y de
inigualable belleza. Sus ojos eran divinos y su cabello abundante y
ensortijado. De barba refinada y larga. En su nombre se combatía contra otros
bárbaros de flechas menos certeras.
Mientras
tanto en la tierra de la Ultima Thule, que así se les decía a los hoy llamados países
nórdicos, los vikingos crearon a Odín, dios supremo de la poesía y la guerra. Odín
era dueño de un caballo de ocho patas, una lanza que nunca fallaba y una prole
divertida. Sus detectives privados eran dos cuervos asolapados. A Odín lo
crearon más infiel que Zeus. Contrajo nupcias con Frigg, hija de su más
acérrimo enemigo. Pero también le picaba el ojo a su sobrina Freya y en un
viaje de diversiones que hizo en tierras ajenas, dejó embarazada a Gunlöd una
diosa virgen quien luego parió un hombre viejo. El cielo de Odín se llamaba Valhalla
y allí iban solo los valientes. Odín tenía greñas grasosas y barba larga pero
rala y era tuerto. Había perdido un ojo por ambicioso al querer hacerse del
inconmensurable conocimiento del mundo. A pesar de tener un parche en un ojo,
todo lo veía a plenitud, nada podía pasar a sus espaldas. En su nombre los
vikingos se atrevieron a sitiar París y degollar a cuanto monje encontraban
caminando por los caminos de herradura de York.
Las
tribus de los desiertos del Medio Oriente no podían pasar ajenas a tener
explicación de las cosas que pasaban en el cielo. Ni más faltaba. Entonces
crearon a Jehová, un dios con todo el poder habido y por haber. Superior a Zeus
y más omnipotente que Odín. Jehová es amo y señor de todas las cosas que hay
entre el cielo y la tierra. Hizo al primer ser humano a su imagen y semejanza
de un pegote de barro. Por tal motivo se sabe que es hombre, pero nadie le
conoce mujer. Sin embargo, tiene un hijo que siempre se sienta a su derecha
después de haber resucitado de la brutal muerte que los humanos le propiciaron.
A la izquierda de este dios se sienta una figura amorfa que siempre da la
impresión que su existencia no era necesaria. Jehová tiene por mensajeros a un
puñado de hombres alados que, al decir verdad, son plagio de las deidades del
antiguo Egipto. Los llama arcángeles y el preferido de ellos es Gabriel cuyo cuerpo
de ser humano está dotado con unas poderosas alas de pájaro sin nombre, pero tan
largas que le permiten viajar del cielo a la tierra en un abrir y cerrar de
ojos. Así lo hizo cuando Jehová lo envió a la aldea de Nazaret para que con el
dedo índice derecho embarazara a una campesina pobre sin quitarle la virginidad.
El cielo de este dios se llama Edén y allí solo llegan los pobres que sufren en
la Tierra. A Jehová se le conoce por vengativo e iracundo. Ha destruido
ciudades enteras porque la gente se olvida de él y una vez ahogó hasta los
peces y demás animales del agua con un diluvio universal. Su semoviente preferido
es un cordero que tiene atribuciones de quitar el pecado del mundo. Los ojos de
Jehová son bellos y azules. De cutis terso y su cabello
también es abundante y ensortijado. Al igual que algunos dioses que le
antecedieron, lleva barba bien cuidada y bigote acicalado. Su ropaje es de
color blanco, al estilo de los árabes citadinos. Su mitología ha sido impuesta
desde hace cerca de 1300 años a punta de espadas, trabucos y torturas. Sin
embargo, en los últimos años sus seguidores se aprovechan de la gente ignara para
atemorizarla con pésimas obras de teatro en su otrora sagrado y respetado templo.
Anteriormente multiplicaba panes y peces, ahora multiplica monedas y billetes
libres de impuestos. En su nombre se han desatado las últimas guerras de la
humanidad. Se calcula que tendrá vigencia solo un par de siglos más ya que el
ser humano empieza a darse cuenta que se necesita de una nueva mitología para
entender el universo que al parecer es más grande y profundo de lo que hasta el
momento se cree que es. Pero sobre todo porque Jehová deja pasar el tiempo muy
rápido y, fuera de eso, empieza a parecerse demasiado a sus figuras de barro,
con cuentas bancarias en el paraíso y teléfonos móviles de última gama.
Víctor Rojas.
Jönköping, 25 de abril de 2020.
(Mientras tanto tú pegas un grito
de desesperación por el encierro al cual te tienen obligada para que no te contagies
del Covid-19)
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