viernes, 29 de mayo de 2020

Las vicisitudes de un cortometraje




Un día me llamó Dimitri Latorre, un joven de origen colombiano para pedirme permiso de hacer un cortometraje con uno de mis cuentos. Esa sería su prueba de grado como productor de cine. Muy contento le dije que sí, que para mí era un honor. Días después me contó que había contratado a una pareja de actores latinoamericanos profesionales para hacer el cortometraje. Eso me iba gustando mucho. ¡Uff, uno de mis cuentos sería llevado al cine! Después me dijo que la filmación se iba a hacer en Karlskrona, ciudad ubicada a la orilla del mar que une a Suecia con Polonia. La cosa se ponía aún más interesante. Me nombró el equipo de once personas que realizarían el cortometraje. Dos camarógrafos, un medidor de viento, una que mostraría esa tablita de escenas, otro encargado de la decoración del lugar, otra que ya había acordonado la calle con ayuda de la policía, otra que maquillaba, que le ponía más años a los años, etc. Todos jóvenes suecos, promesas del cine europeo. Hasta ahí mi ego me superaba por el doble de estatura. Llegué hasta saborear la miel de la venganza al pensar que los militares colombianos se morirían de la envidia al saber que uno de mis cuentos era éxito de taquilla en la tierra de Igmar Bergman. Ellos, uniformados mentirosos y rastreros que me habían obligado al exilio por puro desventurados. Pero mi dicha no duró mucho tiempo. Dos días antes del rodaje me llamó Dimitri de nuevo para decirme que ese mismo día el actor había tenido que viajar a su país porque su mamá había fallecido. Así, que, afirmó, usted como autor del cuento sabe la esencia del "viejo", el personaje central. Sí, afirmé henchido de orgullo. Y en vista de que usted también ya está pasado de años, tiene que venir a Karlskrona a hacer el papel del viejo. Protesté en voz alta. Proferí que una vez los torturadores de la brigada militar de Usaquén me habían puesto a actuar falsamente como actor secundario en uno de sus tenebrosos manuscritos donde se cometía un vil asesinato y que eso había tenido consecuencias tan graves que todavía no me reponía de ellas. Dimitri hizo caso omiso de mi queja e insistió con vehemencia, casi llorando. Al día siguiente, yo también casi llorando, me enrumbé de madrugada al sur de Suecia. Al llegar a la ciudad donde se llevaría a cabo la filmación encontré al equipo de trabajo cabizbajo, lleno de desolación. Le pregunté a Dimitri que qué pasaba. La actriz, dijo, se negó a actuar al saber que usted era un completo primíparo en los oficios del séptimo arte. Alegó que no podía rebajarse profesionalmente hasta ese extremo de hacer una película, así fuera bien corta, con un inexperto cuyo única cualidad era la de estar viejo, nada más. ¡Juepucha!, exclamé con preocupación. ¿Y ahora qué hacemos? Por allá anda uno de los camarógrafos, respondió, tratando de convencer a una anciana que de niña hizo parte del grupo de teatro de su escuela. Si logra convencerla empezamos a filmar mañana. Si no, me toca aplazar el grado y perder toda la inversión que se ha hecho en este proyecto. Por fortuna, la señora dijo que sí cuando le dijeron que el único dialogo del corto era exclamar el nombre de un santo al tiempo que se echaba la bendición. Así fue como viví los tres días más felices de mi vida debutando como actor en Suecia.

Acá lo tienen por si acaso lo quieren ver:


martes, 26 de mayo de 2020

El abogado del diablo






El diablo me conmueve.
Es una figura sagrada caída en desgracia.

Fue condenado por un delito que nunca los mortales conocieron.
Ni siquiera hubo testigos falsos.
Mucho menos acervo probatorio.
De sospechoso este ángel maldito no tuvo quien lo defendiera,
ni deliberaciones de un jurado
así hubiese sido de mala conciencia.
Nadie, ni el más poderoso, le ofreció la segunda instancia.

Cualquiera que esté de malas
puede ser condenado con falsas imputaciones.
Pregúntenmelo a mí.

Si Lucifer hubiera querido,
para decirlo con palabras de abogado del diablo,
hubiera podido comportarse obediente
y observar las divinas reglas del juego con la vista gorda.

Pero el infierno crepitaba en busca de un dueño.

Ya rey de la hoguera eterna
Satanás no se echó a morir de la pena
ni sufrió desmayos al escuchar el veredicto.
Eso sí, tuvo que cambiar su apariencia
y entregar su esplendorosa aureola de santo en picada
por un par de cuernos de ternero adolescente
y un rabo vulgar que al principio fue de paja.

De consolación
el juez supremo le entregó un morral repleto de nombres
motes, santos y señas, apodos y remoquetes.
Con él a cuestas anda por donde se antoje
ofreciendo tentación a siniestra y siniestra.

Viéndolo bien, Lucifer también perdió sus inmaculadas alas,
su hermoso rostro de arcángel
pero se dio mañas de instituir el regodeo,
la mirada coqueta, la derrota de la depresión,
el vino eterno, la culebra que ronda camas nocturnas,
la danza árabe de las dagas, el fin del estrés,
la metáfora de la broma, la comida opípara,
los carnavales inacabables, el no dejar pasar la ocasión,
y otras diversiones difíciles de enumerar
por largas y llamativas.

Hay más ofertas de regocijos
en los hornos de Satanás, debo decir,
que en el paraíso habitado por almas que nada inspiran,
aburrido como una película china muda
como una cuarentena obligada.

Solo me causa desazón
que la hoguera donde Lucifer ameniza sus bacanales
no llegue a tener leña suficiente para arder.

Víctor Rojas
Mayo 29 de 2020

Djävulens advokat







Jag blir rörd av Djävulen.
Han är en sorglig figur som har sett bättre dagar.

Han blev dömd för ett brott som vi dödliga inte kände till.
Domen föll utan ens falska vittnen närvarande
inga sannolika skäl förelåg.

Som misstänkt fick denna fördömda ängel inget försvar.
Inga nämndemän sammanträdde
inte ens de med dålig karaktär.
Ingen, inte ens den mäktigaste, erbjöd honom den andre instansen.

Vem som helst med otur
kan bli straffad av falska anklagelser.
Fråga mig om detta.

Om Lucifer hade velat ha,
en slutplädering med djävulens advokat,
skulle han kunnat lyda
och blunda för spelets gudomliga normer.

Men helvetet sprakade i längtan efter en herre.

Redan kung av det eviga bålet
gick Satan varken i taket av sorg
eller svimmade när han fick höra domen.

Ändå måste han ändra sitt utseende
och som en fallen ängel lämna tillbaka sin gloria
byta den mot en spädkalvs horn
och en vulgär svans som från början var av hö.

Som tröst
fick han av den högste domaren en ryggsäck full av namn
öknamn, tillnamn, smeknamn och alias.
Bärande på den går han där han vill
och erbjuder frestelser till vänster och vänster.

Nåväl, Lucifer miste också sina obefläckade vingar,
sitt präktiga ärkeängelsansikte
men hur som helst så införde han njutningen,
den förföriska blicken, den botade depressionen,
det söta vinet, ormen som härjar i nattliga sängar,
den arabiska dansen med dolkar, stressen som upphör,
skämtets metafor, den överdådiga maten,
den oändliga karnevalen, tillfällen i flykten
och andra nöjen som är svåra att räkna upp
för de är många och åtråvärda.
I Satans ugn, måste jag säga,
finns det fler löften om njutningar
än i paradiset befolkat av fromma själar,
långtråkiga som en tyst kinesisk film
eller en tvingade karantän.

Det gör mig orolig
att bålet där Lucifer ger sin backanal
inte har tillräckligt med ved för att brinna.


Víctor Rojas
Översättning: Anette Höglund & Víctor Rojas

miércoles, 20 de mayo de 2020

Ah, la vida


La vida es aquello que sucede entre dos páginas de un libro



Foto tomada por un torturador en una base militar.

Nunca he podido saber qué pasó con Barrabás. Aún recuerdo que me dio envidia cuando le quitaron las cadenas y lo dejaron libre. Aquel peligroso bandido de largo prontuario podía ahora andar tranquilo por los caminos sin temor a ser detenido. Mientras Barrabás se disponía a encontrar a sus viejos amigos, a beber vino y a dormir en brazos de una mujer gorda, yo tenía que permanecer escondido en una enorme casona que un amigo mío, con su mujer y sus pequeños hijos, estaba construyendo en las afueras de la ciudad de Manizales. Los militares me buscaban desesperadamente por todas partes, como al terrorista más peligroso del país. Yo que ni siquiera sabía manejar el cuchillo de mesa.

Me acuerdo que alcancé a leer hasta la parte en que una amiga gangosa que tenía Barrabás es lapidada. En el preciso instante en que el cuchillero Barrabás bajó a la fosa donde yacía el cuerpo sin vida de su amiga, los temibles perros que cuidaban la casa donde yo estaba escondido, empezaron a ladrar furiosamente. La llegada inesperada por la noche de un mensajero me obligó a suspender de inmediato la lectura. Con afán marqué el libro en la página donde iba y lo puse de nuevo en la biblioteca, en el lugar donde el apellido de los autores empezaba por L.

El imprevisto visitante traía la razón de que yo tenía que regresar lo más pronto posible a Bogotá, pues un grupo de amigos había logrado conseguirme una falsa documentación con la cuál saldría de Colombia. Así fue. A los pocos días estaba camino al vecino país Ecuador, sin sospechar siquiera que de esta manera mi vida tomaría unos senderos que nunca imaginé. Por esa época yo tenía casi la misma edad que Barrabás contaba cuando fue puesto en libertad. Los años apenas me habían alcanzado para aprender que la vida es una cadena de retos permanentes. Veamos:

Nací sobre un colchón, lleno de pulgas, tirado en el piso de una pieza que unas vecinas le prestaron a mi madre para que me pariera. Mis progenitores eran dos más de los tantos campesinos que la violencia política había obligado a desplazar hacia la capital. Podría decir, sin tanto alarde, que antes de nacer ya era un refugiado. En las afueras de la ciudad de Bogotá crecí derrotando fiebres y diarreas. Fui a la escuela primaria a sentir que la letra con sangre entra, tal como lo repetía todas las mañanas el profesor, antes de empezar la clase. Era mi padre quien le hacía las férulas a aquel maestro, un ser calvo y rígido que usaba unas gafas de vidrios verdes y bien gruesos, tanto que parecían el culo de las botellas de cerveza marca Cabrito. Un par de años más tarde, cuando iba en la mitad de la secundaria, fui expulsado acusado de actividades altamente peligrosas y subversivas como eran desobedecer la disciplina y romper con el orden del colegio. Eso sucedió por la época en que miles de hippies se reunieron en Woodstock para gozar la vida a punto de rock y marihuana mientras los jóvenes de mi barrio estampábamos el rostro sombreado del Ché Guevara en el dorso de nuestras camisas.

La expulsión fue un golpe duro para mi paupérrima familia que tenía puestas todas sus esperanzas en mí. Por fortuna, dos años después fui reintegrado, no sin antes haber jurado ante el santo de devoción de mi madre que nunca más me volvería a meter en asuntos de política. Y así fue al menos durante un tiempo en el cuál me dediqué a interpretar las parábolas de la Biblia y a dejarme crecer el pelo. Luego de mi corta vida como profeta, me apasioné con el ajedrez. Aprendí el gambito de reina y admiré las variantes de caballo que ejecutaba el silencioso Bobby Fischer. Lo que nunca aprendí fue a perder las partidas, cosa que siempre sucedía. Tal vez fue por eso que mi mirada, en venganza, prefirió los cuadros grises de la minifalda de una colegiala iracunda a los cuadros blanquinegros del tablero de ajedrez. El día que ella se dio cuenta que los versos de amor, que yo le había asegurado haber escrito con mi puño y letra, eran puro plagio, se puso tan enojada que duró catorce días sin hablarme. Durante esas dos silenciosas semanas quise resarcir el daño inspirándome a la fuerza para poder crear mis propios versos. Alcancé a escribir veintidós sonetos endecasílabos, que bien pudieron haber sido mi primer poemario, si no me hubiera dado por vender la mitad de ellos a mis amigos para que se los regalaran a sus novias.

Mi vida de poeta comercial terminó el día que la muchacha de la falda a cuadros me contó que estaba en cinta. Un año antes de terminar la secundaria ya me había convertido en progenitor, y de ribete, lampiño. Y un año después en padre solo, abandonado y de remate con una triste economía. Menos mal que mi madre me recibió en su humilde casa como se recibe a un hijo prodigo. Me sirvió la mejor comida mientras pronosticaba que en asuntos del amor esta no sería mi primera y última derrota. Sin más ni menos, se hizo cargo de mi hijo y con los pocos ahorros que tenía pagó la cuota inicial de una máquina de escribir portátil.

Durante unos meses me gané la vida en las calles centrales de la ciudad elaborando cualquier clase de documentos. Desde declaraciones de renta hasta desesperadas cartas de amor encargadas por hombres, y a veces por mujeres, que tenían roto el corazón. Lo que yo sentía lo escribía para otros. Admito que no me iba mal con mi oficina al aire libre. Sin embargo, tuve que dejar el oficio de escribiente callejero porque fui admitido en la Universidad Nacional para estudiar leyes. El regocijo de la familia fue total. Mis hermanos empezaron a trabajar para colaborarme con la esperanza de que algún día me convirtiera en abogado prestigioso. Y seguro que lo hubiera logrado si no es porque ese año se muere Mao Tze-Tung y algunos estudiantes de la facultad de derecho organizan un desfile en honor a la memoria del venerado dirigente chino. De puro entusiasta me sumé a la marcha. Olvidé que años atrás le había prometido a mi madre ante su santo preferido que jamás me volvería a sublevar. Aunque no descuidé mis estudios, la conspiración política, con todos sus riesgos, casi siempre fatales, pasó a ser lo primordial de mi existencia. La última vez que estuve detenido fue en una base militar, acusado de ”intento de sospecha”. Eso sucedió al final de mi carrera universitaria y en el día más aciago de mi existencia. Intentaré contarles lo que pasó.

Una mañana cuando iba desesperado al hospital a visitar a mi hijo que acababa de sufrir un horrible accidente, me apresaron unos policías de civil. Me vendaron los ojos y me condujeron a una sala de interrogatorios. El dueño de una voz de mando, después de insultarme, burlándose me hizo un recuento de mi hoja de vida que tenía en su poder. Todo lo tenía bien documentado. Que había organizado una marcha con campesinos pobres, que había sido uno de los candidatos al Concejo Municipal de Bogotá por una coalición de izquierda. Me recordó que en tres ocasiones diferentes había sido detenido por escribir consignas contra el gobierno en los muros de la ciudad. Con palabras soeces me dio a entender que mis discursos en las plazas públicas eran, sencillamente, incendiarios. Y que además de todo eso, yo era la mierda que no tapó el gato. Desde mi oscuridad lo escuchaba sin inmutarme, sin miedo, pero si con unas ganas infinitas de no querer vivir. Instantes más tarde, sin embargo, no aguante más y exploté. Le grité con desesperación que me evitará las angustias quitándome la vida. Pero los militares están hechos de terquedad. Hacen todo lo contrario de lo que los ciudadanos de buena conciencia les piden. Aquel soldado no sólo no me mató, sino que me quitó la venda que ocultaba el río de lágrimas en mis ojos. Después de casi un mes de infame incertidumbre, fui puesto en libertad. Me apresuré a llegar a casa de mi madre. El destino había sido implacable con mi pequeño hijo. Los médicos habían tenido que amputarle los brazos para salvarle la vida. No fue necesario volver a prometer que nunca más me metería en asuntos de política.

De las metas que me propuse a partir de esos trágicos sucesos, las estaba cumpliendo al pie de la letra. Aquel diciembre en que la Academia sueca por primera vez premió a un escritor colombiano, la línea gráfica de mi economía estaba disparada hacia el cielo. El arduo pero bien remunerado trabajo como asesor jurídico, me había ayudado, además, a soportar los infortunios. Podría decir que en ese diciembre espiritualmente me encontraba bien lejos del reino de las sombras.

Por esos días, cuando me preparaba con alegría y optimismo para celebrar con mi familia las fiestas navideñas, los militares se llevaron para las salas de tortura a uno de mis amigos. ¡Y después a dos, y luego a tres más, hasta que se llevaron a nueve! Cuando vinieron por mí,  por fortuna, esa noche no había dormido en mi casa. Unas cervezas de demás y la cama de mi novia, me habían salvado del suplicio. Al otro día apareció mi foto, y la de otros amigos, en los periódicos. Nos acusaban de ser unos desalmados terroristas. Tuve miedo. Las noches se volvieron más oscuras y el aire se convirtió en una casa gris de fantasmas arrogantes. Con mis sustos a cuestas viajé durante una noche, para esconderme bien lejos de Bogotá, esperando que la verde borrasca se calmara. La espera, escondido en la ciudad de Manizales, fue en vano. Nunca antes había leído tantos libros como aquellos que leí anhelando que dejaran de perseguirme los militares.

No volví a acordarme de Barrabás, ni siquiera en esos tediosos meses que viví en la capital ecuatoriana esperando regresar a Colombia. El encargado para los asuntos de América Latina que Amnistía Internacional tenía en Quito, era un francés joven casado con una ex - guerrillera chilena que se había quedado en París por temor de que a la hora menos pensada el volcán de Cotopaxi explotara. El día que fui a contarle acerca de mis problemas, después de escucharme, se quedo mirándome fijamente como si quisiera encontrar mentiras en mi rostro. Luego consideró que mi permanencia en el Ecuador era sumamente peligrosa por la cercanía con mi país. Casi enseguida decidió enviarme lo más lejos posible de Colombia. Fuimos a una agencia de viajes donde compró un billete sin regreso con destino a España. El día que íbamos camino al aeropuerto, listo para embarcarme hacia el viejo continente, aprovechando que cruzábamos muy cerca de la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados, se le ocurrió al joven francés entrar allí para hacerles saber de su determinación. Por sí las moscas. A la encargada de la oficina, una señora cuyo nombre adornaba con tres apellidos de alcurnia, se le pusieron los pelos de punta cuando el impulsivo funcionario de Amnistía Internacional le contó de sus planes. A los pocos instantes nos pidió que dejáramos el afán, nos sirvió sendas tazas de café y nos recomendó postergar mi viaje a España. Según ella, el riesgo de que yo terminará deportado a Colombia, si descubrían que viajaba con pasaporte falso, era muy grande. En cambio propuso que empezáramos a hacer las gestiones para que me pudiera reunificar con mi hijo. Así sucedió. Un par de meses más tarde, Suecia por intermedio de su embajada en Quito nos hizo saber que habían decidido acogernos dentro de su cuota de refugiados.

A mediados de mayo de 1984, una joven sueca nos esperaba en el aeropuerto de la ciudad de Växjö con un ramo de rosas algo más rojas que su suelta cabellera. Era la interprete. Después de darnos un abrazo de bienvenida nos condujo a Moheda, un caserío para refugiados levantado en medio del bosque y que daba la impresión de haber sido sacado de los cuentos de hadas.  Un día pensé que si me pusiera a escribir todas las vivencias y sorpresas que me llevé en ese pequeño pueblo, podría llegar a publicar un agradable libro gordo. Pero nunca lo hice. Sólo escribí un cuento corto donde contaba la historia, algo distorsionada, de una bicicleta que me encontré tirada en el parque de Moheda. Aunque me hubiera gustado más escribir sobre el domingo aquel que mi vecino africano me invitó a desayunar como se desayuna en su lejano pueblo. Con una taza de café ralo y una sazón bien picante de pequeñas albóndigas revueltas con lentejas amarillas. Mi vecino me dio a entender que estaba muy contento porque en la tienda le vendían las albóndigas ya preparadas. No eran tan caras y venían empacadas en unos elegantes latas que tenían un gato dibujado.

Seis meses más tarde tuvimos que abandonar el campamento. Vinimos a parar a Jönköping porque la maestra que nos enseñaba sueco me había dicho que esta era la ciudad perfecta para un ateo enamorado. Con los años he comprobado que tenía razón. Al otro día de haber llegado a la nueva ciudad el asesor de trabajo me envió a estudiar tornería en los centros de capacitación laboral. Cuando ya había aprendido a hacer herramientas en un torno gigantesco, me ayudó a conseguir trabajo en una fábrica dedicada a la industria del papel. Pero la vida, el destino o no sé quien, se dio cuenta, a tiempo, que se había equivocado conmigo. Yo no estaba reservado para terminar mis días contando rollos de papel higiénico. Como en ninguna parte me valían mis estudios universitarios, entonces me declaré analfabeto. En una escuela del pueblo, de esas que las luchas sociales de los obreros suecos habían ganado el derecho a tener, empecé de nuevo a aprender las tablas de multiplicar. Pero esta vez en un idioma totalmente diferente al mío.  Y en una clase de sueco, el maestro Per Odesten, un carismático escritor de la región,  nos habló de la angustia que el poeta modernista Pär Lagerqvist había convertido en versos. Fue entonces cuando recordé de nuevo a Barrabás. ¿Cuál sería la suerte de la familia amiga que me escondió en su casa? ¿Y Barrabás? ¿En qué terminaría su vida? Me hubiera sido muy fácil terminar de leer el libro en su idioma original, sin embargo, no lo hice de pura superstición. Lo que sí hice fue comprar en un mercado de pulgas una vieja máquina de escribir portátil. Allí escribí, aún no lo sé por qué, la historia de un par de viejos extranjeros que se encuentran un sofá tirado en la cima de un contenedor de basura. Cuando terminé el cuento lo fotocopié y se lo envié, con una carta, a uno de los pocos amigos que aún me quedaban en mi ciudad natal. En la misiva me quejaba de que acá en Suecia no me era posible trabajar como jurista. También le comentaba que de pronto me habían entrado unas ganas enormes de escribir. Le aclaraba que el cuento que le enviaba era uno de los primeros que hacía. Le pedía el favor de que lo leyera con atención y me diera su opinión, él que tanto sabía de literatura. Un par de semanas más tarde recibí su respuesta. En una lacónica carta me respondía que fuera y averiguara de nuevo si en verdad me era imposible poder trabajar como jurista.

Fue el mismo maestro quien después de leer algunas de mis cortas narraciones, me aconsejó que solicitará el curso de Sueco para Creadores en la Escuela Superior de Jönköping. Obedecí sus consejos. Allí entendí que escribir poesía no era sólo poner una palabra debajo de la otra. Me tomó casi dos meses escribir, diccionario en mano, el verso aquel que cuenta de la cárcel que tenía una ventana dibujada en la pared. Sin embargo, todo ello me sirvió para comprender que si quería escribir en serio tenía que prepararme para ello y que, además, uno no podía ser poeta más allá de su propio idioma.

Ahora viajo una vez por semana a la Universidad de Gotemburgo, con la idea de doctorarme en ciencias literarias. En la guantera del carro llevo siempre una muestra de los libros que hasta el momento he publicado. Uno nunca sabe con quien se va a encontrar. Por dos de esos libros fui agasajado por la Comuna de Jönköping con el premio anual de la cultura, y por otro, recibí de la Federación de Escritores de Suecia el premio Klas de Vylder como escritor extranjero del año. Sin embargo, todavía sigo sin entender quién abre las trochas por donde camina mi existencia. Sea quien fuere, debe ser un ser un ente adorador de las cosas absurdas. Aunque escribo en el único idioma que hablaron mis abuelos, mis libros aparecen primero en el idioma en que originalmente fue escrito Barrabás.

Cuando me fue posible regresar a Colombia, lo primero que hice fue viajar a Manizales e ir a la extraña casona donde antaño me había escondido. La mujer de mi amigo había muerto, sus hijos ya eran padres y la casa estaba en ruinas. Por entre el tejado roto, un hilo de luz empezó a jugar con el polvo que levantó mi presencia. En silencio me disponía a entrar al reino de la nostalgia cuando de repente mi mirada lo descubrió. ¡Entre los escombros estaba Barrabás! Mis ojos sudaron de alegría y de ausencia. El libro había envejecido. El color azul de la carátula estaba intacto pero las hojas habían adquirido el amarillo de lo añejo. Con el libro abierto entre mis manos, en la página que hacia quince años yo había doblado, pensé en lo extraña que es la vida. Allí, rodeado de telarañas y carcomidas vigas de madera, reafirme mi voluntad de nunca indagar en qué terminó la vida de Barrabás. He resuelto que mientras yo viva, este cuchillero de Jerusalén seguirá tal como lo deje cuando partí de Colombia. Así es como ahora vive en mi biblioteca de Jönköping, junto a una antología bautizada como Voces de Småland. En dicha antología Pär Lagerkvist pregunta por qué es tan horrible cuando está oscuro. Y algunas páginas más adelante yo procuro, en un poema, imaginar el final de un libro que creía que las polillas lo habían devorado.

Por todo eso he llegado a la conclusión de que la vida es aquello que sucede entre dos páginas de un libro. Porque mientras el bandido Barrabás está en el fondo del pozo, buscando el cuerpo sin vida de su grácil amiga, yo he alcanzado a soñar en el idioma inicial con el cual había sido puesto en libertad.


Víctor Rojas
21 de febrero del 2000

sábado, 16 de mayo de 2020

Oración de un niño refugiado en versión árabe




دعاءُ طفلٍ لاجئ


 فيكتور روخوس
ترجمة: جكر حلو


إلهي ...
أنا طفلٌ، منهكٌ من الترحالِ
فزع من الطرقات
ومن ظلال الليل.
 نمتُ على وسائد حجرية
بعيون معلقة بين النجوم

  إلهي...
ربما تخلق من نجمة إلى أخرى
مثل طفل لاجئ
يحدق بك الجميع
ويدفعونك بعيداً
طالبين الأوراق الثبوتية
منتزعين منك دميتك
والجرّار البلاستيكي.

أتمنى أن لا يكونوا.....



النجوم تلمع
إلهي...
أريد التصديق بإنها عيونك
التي تحرسني.

جثة أبي ملقاء في الحديقة
إلى جانب شجرة الكرز
أمي تبكي وتمسد
خصلاتي المجعدة

عيناي لاتبصران
سوى اللهب المحيط بالأرجاء
نرحل ونرحل...
والنيران تتعقبنا
إلهي على هذه الأرض لم يعد من ملاذ.

الطرقات محروثةٌ
بالدموع والألغام
وفي نهاية المطاف يقولون
لا ماؤى لدينا
لطفلٍ أشبه ما يكون بفزاعة الطيور.

إلهي...
أنا حقاً متعب
لقد نسيتُ حكايات القراصنة والحيتان الزرقاء
التي رواها لي جدي قبل الحرب

إلهي...
عندما أصل مع أمي إلى وجهتنا
قل لهم
أن قدماي مليئتان بالفقاقيع
التي توشك على الإنفجار
قل لهم
أني صغير
والعالم واسع
قل لهم
أني اريد معاودة اللعب
لعبة الغميضة
و
 شمس قمر نجوم
شمس قمر نجوم

قل لهم
أنه ليس صحيحًا
بأنك أنت من أوجدت
هذه الحدود
التي تفرق البشر .




domingo, 10 de mayo de 2020

Murió Kristina Lugn






Retrato al óleo: Jorge Restrepo


Ayer murió Kristina Lugn, poeta sueca. Hace muchos años habíamos planeado ir a Colombia a una seire de lecturas con el fin de promover su libro !Adiós y buena suerte! Una semana antes del viaje me llamó por teléfono para decirme que iba pero que el mismo día que llegaba a Colombia, leía por la noche y al día siguiente regresaba porque tenía estreno de una obra en su teatro. Por esa época no era miembra de la Academia Sueca. Nunca nos encontramos, solo hablamos por teléfono un par de veces. Independientemente de su posición en la reciente crisis de la Academia Sueca, me quedo con su poesía. Gracias Kristina por tus versos, como este acá abajo cuya destinataria es tu hija: 


Vas a recibir una ventana panorámica
como subsidio infantil.
El cielo estrellado será el empapelado de tu sala
y Mozart escribirá la música.
Vas a tener un hogar
que te ama.
Vas a tener sentido del humor.
Y la obra completa de Strindberg.
Y todos mis nietos.
Mi regalo para ti es que hables muchos idiomas
y toleres todo tipo de clima.
Vas a tener los pies sobre la tierra
y vertiginoso techo con estucados.
Vas a tener una vida
que te perdone todo.
Vas a ser clara en el pensamiento.
Y fuerte en la emoción.
Vas a divertirte.
Todo esto está en el seguro de la casa.
Vas a poder vivir en paz.
Mi subsidio de manutención para ti es que jamás
pierdas la esperanza.
Vas a tener un corazón valeroso.
Y un osado intelecto.
Y un buen juicio.
Aquel en quien confías
no suelta tu mano.
Mi regalo de navidad para ti es que si desfalleces
tus congéneres se alegrarán de ayudarte.
Una amable sonrisa irá a través de todo tu viaje.
Una exención enviaré desde mi soledad.
No vas a heredar nada de mí.
Pero recibirás todo el dinero.

lunes, 4 de mayo de 2020

El viaje, un cuento de actualidad




El viaje


A los cofrades de la Facultad de Derecho 
de la Universidad Nacional de Bogotá, 
tanto los que ya partieron como los 
que aún coquetean con la vida.


La pareja, recién casada, entró en pánico al conocer que la pandemia arreciaba con las mismas intenciones destructivas de un diluvio universal. Los medios de comunicación internacionales transmitían sin interrupción, y con tonos de alarma, que posiblemente solo algunas contadas personas se salvarían de morir contagiadas. Ya habían fallecido quince gobernantes de poderosas naciones, entre esos dos dictadores; ocho cantantes de música metálica y tres tenores de fama mundial; la mitad de los ciudadanos del Estado del Vaticano; la selección nacional de fútbol, incluidos los jugadores de reserva, y toda la población de una de las más grandes islas nórdicas. Nadie escapaba del peligro. Ni arquitectos ni albañiles, ni policías ni ladrones, ni citadinos ni campesinos, ni locos ni cuerdos, ni burgueses ni proletarios, ni carnívoros ni vegetarianos. Ningún animal racional, ningún homo sapiens, como explicaban los epidemiólogos entrevistados por radio y televisión.
Como es natural, nadie de la inquieta pareja quería morir contorsionado entre quejumbres, con los ojos volteados, fiebre alta y tos seca, tales eran los síntomas de la enfermedad. Fuera de eso, tanto él como ella cargaban la pena de ser la última rama de su respectivo árbol genealógico que por supuesto, estaba en alto riesgo de extinción. Entonces, para evitar el contagio y revivir la exigua prole, los dos decidieron viajar a la montaña donde había una cabaña de madera curada que la mujer había heredado de sus abuelos y que conservaba como cosa perdida, por lo difícil que era llegar hasta ese paraje. Después de tomar un bus deberían transportarse en un jeep destapado que los dejaría en una población remota habitada por gente desprevenida cuyo único afán era dejar que la vida pasara con la sencillez que deben tener las diferentes etapas de la existencia. De allí esperaban los caminos de herradura que conducían a la cima de la montaña.
Ningún aparato electrónico que los conectara con el mundo exterior guardó la pareja en su equipaje de cosas estrictamente necesarias. Sin embargo, cuando llegaron a la aldea donde comenzaban los atajos hacia la inmensa montaña, compraron abundante cantidad de comida, tanto fresca como enlatada, en la única tienda del recóndito lugar. En un par de caballos, adquiridos con buena rebaja, cargaron las remesas y al despuntar el día se entregaron a los caminos de herradura. En sus planes de vuelta tenían el de volver a vender el par de jumentos por debajo del precio de compra.
Tres días más tarde llegaron exhaustos a la cabaña, al mismo tiempo que el ocaso. Apenas sí tuvieron fuerzas para hacer una hoguera y enfundarse en los sacos de dormir. Por primera vez desde que habían iniciado el extenuante viaje, no pernoctarían en una pequeña carpa a la intemperie sino bajo una techumbre sostenida por cuadro paredes de troncos sin cepillar.
Al día siguiente se dedicaron a ordenar el sitio donde pasarían el retiro. Acordaron no prolongar la cuarentena más de siete meses, dos meses más de lo que los científicos calculaban necesarios para derrotar la pandemia. Arreglaron con esmero el fogón y la cama donde no solo se entregarían al reposo sino también a ese deseo impostergable de que ella quedara encinta. Luego soltaron los caballos para que pastaran donde quisieran a su antojo. Las bestias se perdían al amanecer, pero al caer la noche aparecían al pie de la vivienda. 
Al mes de haber llegado a la cabaña, la pareja descubrió que la felicidad se trataba de disfrutar a plenitud esa apacible existencia que ahora vivían lejos del bullicio y el caos de la ciudad. Sin nada de vecinos maliciosos ni de caídas de las bolsas de valores. Sin políticos convertidos de la noche a la mañana en experimentados yerbateros y virólogos sibilinos. Ni policías de tránsito y sus descomunales multas. Sin desfiles de militares y sus tenebrosas máquinas de muerte para asustar parroquianos. Sin tener que soportar a los mercaderes de templos que pregonan que la entrada al cielo les costaba a los ancianos la mitad de sus pensiones y a los empleados públicos el diez por ciento de su sueldo. Sin playas sucias de bolsas y botellas plásticas desocupadas. Sin personas que caminan ausentes con la mirada pegada a los teléfonos móviles. Como sea, los dos comprendieron que la sencillez es la esencia del sosiego. Sembraron con éxito algunas semillas que poseían y ahora despertaban con frescas mañanas cargadas de trinos de pájaros que también volaban a sus anchas en un cielo cada vez más despejado. El nacimiento de un arroyuelo les proporcionaba la música que necesitaban para sentirse dueños de un paraíso lejano de bullicios y polución.  
Así pasaron los días y las noches durante medio año. En ese lapso la mujer vio con tristeza que su ciclo menstrual la visitaba sin demora, a pesar de haber ejercitado el acto libido, de tres a cuatro veces por día, en los últimos tres meses de sosegada convivencia. Ante ese desconsuelo la pareja decidió, contra su voluntad, regresar más temprano a la ciudad, en parte porque suponía que la epidemia ya había cesado y en parte porque les urgía ayuda de un médico que los asistiera con sus conocimientos para que la mujer pudiera quedar preñada.
A caballo y sin portar nada más que los anhelos de multiplicarse, algo de fiambre para el camino y la pequeña carpa para dormir, emprendieron el camino de retorno al despuntar el día. Las trochas del regreso les tomó un día menos que la ida. Al atardecer se acercaron al caserío al pie de la montaña. Desde la lejanía vieron una bandada de pajarracos negros revoletear sobre los techos de las humildes casas. Ya a la entrada de la única calle de tierra del pueblo sintieron temor al ver que no había nadie, que los pocos pobladores habían desaparecido del caserío con rumbo desconocido. Eso sí, les llamó la atención un reguero de huesos blanquecinos y secos por doquier. Se acercaron a la tienda donde meses atrás se habían apertrechado de viandas, pero no pudieron entrar porque estaba llena de impávidos buitres que miraban con ojos de inquietos comensales. 
Aterrorizada la pareja abandonó la aldea a galope abierto. A la vera del camino vieron el jeep atrapado en una zanja, lleno de pericos pechirrojos que también en enormes y ruidosas bandadas se disputaban las copas de los árboles. Al llegar a la siguiente población la vieron invadida de cabras que todo lo rumeaban. A la calavera de un esqueleto, tirado a la mitad del camino, el viento le había arrancado la larga cabellera y la había dejado enredada entre las piedras. A las afueras de ese desolado lugar levantaron la pequeña carpa de dormir y por primera vez en tantas ocasiones no sintieron ganas de entregarse a los regodeos de la carne. 


Despertaron al tiempo, sobresaltados. Por puro instinto se tocaron para comprobar que no estaban soñando la pesadilla que empezaban a vivir. Recogieron la carpa y prosiguieron el viaje en dirección a su casa de la ciudad. Adelante divisaron la enramada que fungía de tienda a la vera del camino y donde se habían detenido a tomar refresco cuando iban en el jeep camino a la montaña. Ni un alma encontraron para preguntarle qué era lo que había sucedido. En el ambiente soplaban a sus anchas los vientos de la desolación. Sobre el mesón que fungía de vitrina, los pocos comestibles empacados en plástico acusaban una delgada capa de polvo. Ninguna huella de automotor ni de arriero y sus bestias y menos de alguien a pie, nada. Sin entender lo que pasaba, pero con la sospecha de que la pandemia había asolado a sus anchas, tomaron la carretera principal. Allí todo era mutismo. Hasta las copas de los árboles guardaban silencio. Sobre el asfalto merodeaban las culebras que se alimentaban de lombrices e insectos tostados por el sol canicular. Los caballos recularon por miedo a los réptiles y entonces les fue imperativo ingeniárselas, con una rama larga de guayacán caído, para proseguir el viaje. Ningún ruido automotor se escuchaba ni cerca ni distante. Ninguna señal de vida. Más adelante encontraron un lujoso coche estancado, en el carril opuesto, con un esqueleto al timón. Se miraron aterrorizados sin decir nada. Antes de arrojar el arrume de huesos del coche para proseguir el viaje, espantaron los caballos que se negaban a abandonar el sitio. La mujer ocupó sin ningún reconcomio el lugar del esqueleto. Al encender el motor no supo qué rumbo tomar. Dudó ante la alternativa de encaminar el coche de vuelta o seguir para adelante. Cualquier dirección daba lo mismo. Adelante o atrás encontrarían aún más desolación de la que lo que hasta el momento habían encontrado. Aldeas llenas de liebres, pueblos destrozados por hocicos de marranos chillones, ciudades apagadas y desmoronándose, pero llenas de ratas inquietas, perros malolientes, gallinas ariscas, gatos en riña, zopilotes al acecho. Llena de indecisión la mujer sintió un escalofrío que la obligó a mirar en silencio a su esposo. Era innegable que estaban íngrimos, rodeados de serpientes y con la misión de ver cómo hacían para darle a los seres humanos la tercera oportunidad sobre la tierra.

Víctor Rojas
Jönköping, 4 de mayo 2020
(Mientras tanto tú no sabes dónde has puesto las tijeras).

viernes, 1 de mayo de 2020

Monja virgen


Pintura: Jorge Restrepo


Los amantes de las narraciones novedosas quedaron para siempre en deuda con el bohemio Osvaldo Lugo quien de repente en una noche de pocas estrellas salió disparado de su habitación para ir a comprar una libreta en donde escribir un soneto que en ese momento tenía anclado en la mente. Le urgía, antes de que el olvido le ganará la jugada, convertir en letras ese esquivo poema sobre las vicisitudes del duelo al que tanto había invocado sin resultado alguno. Pero ahora tenía la composición enredada en el cerebro y codiciaba todos los esfuerzos para que no se le escapara. Solo se trataba de apuntar en algún papel esos sonoros versos de rimas naturales que describían que el duelo era una manera sublime de rendirle homenaje a los muertos. Ese afán no hubiera tenido ninguna incidencia si no es porque Osvaldo Lugo, ya en la calle, detuvo de rebato su apresurada marcha al pie de una caneca de basura en cuyo tope reposaba una centena de hojas encuadernadas que llamó su atención. Vale mencionar que el bohemio sopesó seguir de largo, pero al leer de reojo el título del cuaderno, Monja virgen, no tuvo escrúpulos en apropiarse de él.
Como es de suponer, el arrume de hojas resultó ser un manuscrito cuyo prosista no daba a conocer su nombre. Un cabalístico NN que existía en la ausencia. Al notar que el cartapacio estaba impreso por una sola cara, Osvaldo Lugo desistió sin aspavientos de ir a comprar la libreta. Pensó que la otra cara de las hojas le serviría para atrapar los precisos versos endecasílabos del soneto que por esos días y de manera repentina acudía a su mente. Regresó a su habitación y empapado de curiosidad se entregó a la lectura del mencionado manuscrito, olvidándose por completo del poema. Así fue como se dio cuenta que la historia que encerraba Monja virgen era la de una noble adolescente quien tuvo que sufrir el más duro de los escarnios para tratar de demostrar que era digna de ser la novia del dios crucificado.
La desventura de la joven del relato tuvo inicio incontenible un día cuando estaba abstraída en la cocina preparando de desayuno huevos rancheros con arepa de maíz blanco. En esas escuchó un eco tenue que brotaba del sartén y decía: Agustina, los ángeles del cielo te han elegido para novia de Cristo. A partir de ese instante la adolescente se olvidó del desayuno, entró en un alarmante ensimismamiento, empalideció y con el correr de los días su cuerpo fue perdiendo carnes. Al verla como un zancudo sin fuerzas para volar, sus padres se alborotaron y no encontraron manera diferente de ayudarla que la de propinarle una fuerte reprimenda y amenazarla con echarla de la casa. Agustina reaccionó al regaño aferrándose aún más a su destino emanado del exquisito aroma de tomate revuelto con cebolla picada y ajo.  Fiel a ese sinigual designio se apresuró a inscribirse en el noviciado de Laceja. Aquel insondable lugar, ubicado a las afueras de la población, cargaba fama de ordenar monjas persistentes en la creencia divina pero también de haber albergado a una joven pizpireta de la India quien más tarde sería conocida como la M de Calcuta y de quien también se supo había mantenido un desliz de media hora con un seminarista nicaragüense quien con el paso del tiempo terminó de ministro de agricultura de un grupo de sediciosos que a punta de sangrientas emboscadas derrotó a un sátrapa que al vérsele por detrás recordaba el trote de los elefantes.
Al entrar al distante noviciado, la adolescente fue auscultada por el abad, un cura petiso que era dueño de un nombre que al ser pronunciado recordaba de inmediato la decadencia del imperio romano. El padre Cesarion, así, a secas y sin acento. Si de algo ha de servir, se puede agregar que este siervo de Dios, además era reconocido en los círculos clericales por su vasto conocimiento sobre las tribus mahometanas que fueron exterminadas en las feroces batallas que defendieron la aldea de Medina de los ataques judíos. Pues bien, el abad se plantó al pie del catre donde tendieron a la joven desnuda y enseguida le palpó minuciosamente el morro venusiano y con sus dedos regordetes le abrió la herida natural para observar con diligencia si el oscuro orificio de la joven era puro o no. Un grito, que parecía más un insulto, escapó de los belfos del religioso. Ordenó que la novicia debía ser inmediatamente expulsada del convento porque ya alguien se le había adelantado a Cristo. Recalcó que con ese acto indigno de desflorada la adolescente no solo ponía en tela de juicio la teoría de que los hombres sagrados son paridos por mujeres en estado natural, sino que también cuestionaba a profundidad esa sacrosanta tradición de las mujeres pulcras de llegar inmaculadas al matrimonio. El lío se hacía más grande, insinuó, si las comadronas de la estirpe sarracena de la región se enteraran del penoso asunto pues ya no le podrían exigir a los varones que al otro día de la noche de bodas tendieran sobre la ventana la sábana manchada de sangre para que los vecinos se enteraran que una virgen había dejado de serlo.

A pesar de las bravuconadas del abad, Agustina juró sobre los aceites sagrados y una Biblia apolillada que su ojal procreativo ni siquiera había estado tentado a sus propios dedos. En vista de que nadie le creía entonces lloró, pataleó y, por último, se arrodilló sobre el rudo empedrado del patio, hiriendo sus rodillas, e implorando con gritos hacia el cielo, le pidió a Cristo que le ayudara a demostrar que ella era una muchacha digna de ser su novia. Vista de lejos y sin escuchar su llanto la adolescente parecía que en ese instante quería atrapar el cielo con los brazos abiertos.

El abad al ver el empecinamiento de Agustina en hacer valer su castidad, se sintió tocado por la misma duda que padeció el santo Tomás en las horas de la desolación. Entonces se acordó que era usanza de la tribu Quarish de la Arabia meridional escoger a un grupo de ancianos para que en casos de incertidumbres observaran con detenimiento si una doncella había dejado de ser virgen. El religioso fue más allá de las estipulaciones de los Quarish y decidió que no fueran los ancianos sino los habitantes del poblado quienes decidieran si la joven seguía en su estado natural o no. Se narra en el manuscrito que en la pequeña plaza de mercado del pueblo se empezó a murmurar que al abad se le debería reconocer los derechos de autor de los plebiscitos vaginales. Tal vez la única paternidad que la vida le tenía reservada.

Para llevar a cabo la idea, Cesarion mandó a construir una pieza cuya pared exterior estaba cubierta con un potente vidrio transparente, a prueba de piedras y balazos. Adentro de la pieza acomodó una camilla igual de siniestra a esas que tienen las clínicas de abortos clandestinos. Se supo que esa idea se le ocurrió al pensar en el único viaje que había hecho en su vida a los llamados Países bajos y donde fue obligado a cruzar, con los ojos cerrados, por una calle asediada por vitrinas que exhibían despampanantes mujeres desnudas. En esa azarosa ocasión el acompañante del abad, un pelirrojo seminarista nórdico, le susurraba al oído, en latín medieval, sobre las extravagantes carnosidades de las mujeres expuestas. El caso es que también sobre el fuerte vidrio que fungía de pared, el padre Cesarion colgó un aviso donde se informaba al público que, al día siguiente de celebrarse la divina ascensión de Cristo y durante tres días seguidos, se daría inicio a una observación detallada para atestiguar si Agustina era virgen o no. No contaba el abad que en las aldeas el chisme se esparce más pronto y silencioso que las estrellas fugaces.

Aquel día viernes en que se daría inicio al lúbrico plebiscito, Cesarion despertó al amanecer y después de ingerir un desayuno opíparo se encaminó hacia la salida para cerciorarse del bisbiseo y ladridos que creía escuchar. Ni siquiera sospechaba que el bullicio a esa temprana hora procedía de quienes le ayudarían a disipar la duda acerca de la pureza de Agustina. Cuando abrió el enorme portón del convento quedó en la frontera del desmayo al ver que un puente de gente unía su convento con el caserío. Al inicio de la fila se encontraba el zapatero remendón y su suegra quien trataba de sostenerse de pie apoyada por una muleta de madera. Le seguía el enterrador y toda su prole que consistía en una tía arrabalera, una abuela moribunda, sus tres hijos con sus respectivas concubinas, pero también otro hijo, habido en relación extramatrimonial, que cargaba fama de no ser de aquí ni ser de allá y que permanecía indiferente con la mirada de medio lado puesta en las alturas. Además de ellos sus cuatro hijas del primer matrimonio y el perro que no cesaba de hacer ruido de lo alegre que se sentía en la romería. Aún con el sueño pegado a los ojos, el cura párroco de la aldea también quería atestiguar. Hubiera preferido seguir durmiendo hasta la media mañana, como era su costumbre todos los viernes pero consideró que por encima del sueño prevalecía los asuntos de Jesús crucificado. Detrás de él el carpintero en overol de trabajo y el lápiz de marcar sostenido en una oreja. Una cuadra más atrás el bobo del pueblo procuraba en vano quedarse quieto en su puesto. Todos los escolares de uniforme eran quienes más ruido hacían. Como sea, no hace falta describir a todo el pueblo porque todo el pueblo estaba en fila esperando que Agustina fuera puesta en exhibición con las piernas abiertas. Nadie faltaba, a excepción de los progenitores de la adolescente, ni los gemelos ciegos ni las tres rameras y su matrona ni el alguacil y muchos menos el sacamuelas. Es más, se supo que algunas personas de una vereda vecina habían viajado en mulas por las trochas, iluminados por los luceros de la medianoche del jueves, para poder llegar a tiempo y no ser los últimos de la fila.

Lo primero que fraguó el abad cuando se repuso del impacto que le causo advertir la extensa romería fue ordenar que la auscultación de la joven solo estaba reservada para las personas mayores de edad. Enhorabuena, pensó Agustina quien agazapada desde una ventana del convento había sentido vergüenza al ver a sus excompañeros de clase hacer la gran hilera. El caso es que ante la exigencia del padre Cesarion más de la mitad de los curiosos se fue desperdigando resignada, sin chistar. Sin embargo, el abad consideró que la fila aún era demasiado extensa y que ni siquiera en jornada continua de día y noche todos podrían asomarse a constatar los requisitos que Cristo merecía que su novia tuviera. Entonces con la parsimonia típica de los filósofos criollos le ordenó a sor Betty que pusiera una mesa al frente de la fila. Sin perder la cordura y a sabiendas de que en el pueblo nadie se atrevía a cuestionar la palabra de los siervos de Dios, Cesarion exigió que quien quisiera observar a la escogida por la divina providencia debería presentar en la mesa la cédula de ciudadanía, requisito único para participar en el plebiscito. Solo una centena se salvó de coger camino de regreso a casa. Al único que le fue permitido seguir en la fila a pesar de carecer de documento de identidad fue al cura párroco. Pero no solo eso, sino que también fue alentado para que pasará al frente de la hilera.

Agustina, ya aún más aliviada de los nervios y temores entró en la vitrina y sin la ayuda de nadie trepó en la camilla de parto donde desnuda de la cintura para abajo descansó sus piernas sobre las dos horquetas las cuales había ajustado con anterioridad a su medida. Se sintió cómoda y relajada al darse cuenta que desde esa posición no le vería la cara a los mirones, pero sobre todo porque consideraba que a partir de ese momento quedaría demostrado que ella en verdad era digna de ser la novia de Cristo.

Cuando Osvaldo Lugo leyó la parte final de la narración donde se daba a conocer el resultado del plebiscito, sintió un fuerte deseo de firmar la obra como suya y publicarla. La sola idea de que la novela alcanzaría a miles de lectores por lo fascinante del tema, lo hizo estremecer. Pero su orgullo de ser un buen ciudadano no le permitía el asqueroso hábito del plagio. La otra posibilidad que sopesó pero que consideró egoísta de su parte, fue la de dejar el manuscrito por ahí refundido entre sus libros de versos de los cuales algunos ya empezaban a ser alimento de polillas. El caso es que Osvaldo Lugo ante semejante encrucijada encontró en las narraciones épicas de los cristianos la perfecta solución a sus dudas. Ni lo uno ni lo otro, le inspiró la filosa espada del rey Salomón. Así fue como Monja virgen apareció en las vitrinas de las librerías firmada por un seudónimo. Lo que nunca apareció fue el perfecto soneto sobre el duelo. El bohemio Osvaldo Lugo, por más que lo intentó nunca pudo recordar la perfecta métrica de las rimas.