miércoles, 20 de mayo de 2020

Ah, la vida


La vida es aquello que sucede entre dos páginas de un libro



Foto tomada por un torturador en una base militar.

Nunca he podido saber qué pasó con Barrabás. Aún recuerdo que me dio envidia cuando le quitaron las cadenas y lo dejaron libre. Aquel peligroso bandido de largo prontuario podía ahora andar tranquilo por los caminos sin temor a ser detenido. Mientras Barrabás se disponía a encontrar a sus viejos amigos, a beber vino y a dormir en brazos de una mujer gorda, yo tenía que permanecer escondido en una enorme casona que un amigo mío, con su mujer y sus pequeños hijos, estaba construyendo en las afueras de la ciudad de Manizales. Los militares me buscaban desesperadamente por todas partes, como al terrorista más peligroso del país. Yo que ni siquiera sabía manejar el cuchillo de mesa.

Me acuerdo que alcancé a leer hasta la parte en que una amiga gangosa que tenía Barrabás es lapidada. En el preciso instante en que el cuchillero Barrabás bajó a la fosa donde yacía el cuerpo sin vida de su amiga, los temibles perros que cuidaban la casa donde yo estaba escondido, empezaron a ladrar furiosamente. La llegada inesperada por la noche de un mensajero me obligó a suspender de inmediato la lectura. Con afán marqué el libro en la página donde iba y lo puse de nuevo en la biblioteca, en el lugar donde el apellido de los autores empezaba por L.

El imprevisto visitante traía la razón de que yo tenía que regresar lo más pronto posible a Bogotá, pues un grupo de amigos había logrado conseguirme una falsa documentación con la cuál saldría de Colombia. Así fue. A los pocos días estaba camino al vecino país Ecuador, sin sospechar siquiera que de esta manera mi vida tomaría unos senderos que nunca imaginé. Por esa época yo tenía casi la misma edad que Barrabás contaba cuando fue puesto en libertad. Los años apenas me habían alcanzado para aprender que la vida es una cadena de retos permanentes. Veamos:

Nací sobre un colchón, lleno de pulgas, tirado en el piso de una pieza que unas vecinas le prestaron a mi madre para que me pariera. Mis progenitores eran dos más de los tantos campesinos que la violencia política había obligado a desplazar hacia la capital. Podría decir, sin tanto alarde, que antes de nacer ya era un refugiado. En las afueras de la ciudad de Bogotá crecí derrotando fiebres y diarreas. Fui a la escuela primaria a sentir que la letra con sangre entra, tal como lo repetía todas las mañanas el profesor, antes de empezar la clase. Era mi padre quien le hacía las férulas a aquel maestro, un ser calvo y rígido que usaba unas gafas de vidrios verdes y bien gruesos, tanto que parecían el culo de las botellas de cerveza marca Cabrito. Un par de años más tarde, cuando iba en la mitad de la secundaria, fui expulsado acusado de actividades altamente peligrosas y subversivas como eran desobedecer la disciplina y romper con el orden del colegio. Eso sucedió por la época en que miles de hippies se reunieron en Woodstock para gozar la vida a punto de rock y marihuana mientras los jóvenes de mi barrio estampábamos el rostro sombreado del Ché Guevara en el dorso de nuestras camisas.

La expulsión fue un golpe duro para mi paupérrima familia que tenía puestas todas sus esperanzas en mí. Por fortuna, dos años después fui reintegrado, no sin antes haber jurado ante el santo de devoción de mi madre que nunca más me volvería a meter en asuntos de política. Y así fue al menos durante un tiempo en el cuál me dediqué a interpretar las parábolas de la Biblia y a dejarme crecer el pelo. Luego de mi corta vida como profeta, me apasioné con el ajedrez. Aprendí el gambito de reina y admiré las variantes de caballo que ejecutaba el silencioso Bobby Fischer. Lo que nunca aprendí fue a perder las partidas, cosa que siempre sucedía. Tal vez fue por eso que mi mirada, en venganza, prefirió los cuadros grises de la minifalda de una colegiala iracunda a los cuadros blanquinegros del tablero de ajedrez. El día que ella se dio cuenta que los versos de amor, que yo le había asegurado haber escrito con mi puño y letra, eran puro plagio, se puso tan enojada que duró catorce días sin hablarme. Durante esas dos silenciosas semanas quise resarcir el daño inspirándome a la fuerza para poder crear mis propios versos. Alcancé a escribir veintidós sonetos endecasílabos, que bien pudieron haber sido mi primer poemario, si no me hubiera dado por vender la mitad de ellos a mis amigos para que se los regalaran a sus novias.

Mi vida de poeta comercial terminó el día que la muchacha de la falda a cuadros me contó que estaba en cinta. Un año antes de terminar la secundaria ya me había convertido en progenitor, y de ribete, lampiño. Y un año después en padre solo, abandonado y de remate con una triste economía. Menos mal que mi madre me recibió en su humilde casa como se recibe a un hijo prodigo. Me sirvió la mejor comida mientras pronosticaba que en asuntos del amor esta no sería mi primera y última derrota. Sin más ni menos, se hizo cargo de mi hijo y con los pocos ahorros que tenía pagó la cuota inicial de una máquina de escribir portátil.

Durante unos meses me gané la vida en las calles centrales de la ciudad elaborando cualquier clase de documentos. Desde declaraciones de renta hasta desesperadas cartas de amor encargadas por hombres, y a veces por mujeres, que tenían roto el corazón. Lo que yo sentía lo escribía para otros. Admito que no me iba mal con mi oficina al aire libre. Sin embargo, tuve que dejar el oficio de escribiente callejero porque fui admitido en la Universidad Nacional para estudiar leyes. El regocijo de la familia fue total. Mis hermanos empezaron a trabajar para colaborarme con la esperanza de que algún día me convirtiera en abogado prestigioso. Y seguro que lo hubiera logrado si no es porque ese año se muere Mao Tze-Tung y algunos estudiantes de la facultad de derecho organizan un desfile en honor a la memoria del venerado dirigente chino. De puro entusiasta me sumé a la marcha. Olvidé que años atrás le había prometido a mi madre ante su santo preferido que jamás me volvería a sublevar. Aunque no descuidé mis estudios, la conspiración política, con todos sus riesgos, casi siempre fatales, pasó a ser lo primordial de mi existencia. La última vez que estuve detenido fue en una base militar, acusado de ”intento de sospecha”. Eso sucedió al final de mi carrera universitaria y en el día más aciago de mi existencia. Intentaré contarles lo que pasó.

Una mañana cuando iba desesperado al hospital a visitar a mi hijo que acababa de sufrir un horrible accidente, me apresaron unos policías de civil. Me vendaron los ojos y me condujeron a una sala de interrogatorios. El dueño de una voz de mando, después de insultarme, burlándose me hizo un recuento de mi hoja de vida que tenía en su poder. Todo lo tenía bien documentado. Que había organizado una marcha con campesinos pobres, que había sido uno de los candidatos al Concejo Municipal de Bogotá por una coalición de izquierda. Me recordó que en tres ocasiones diferentes había sido detenido por escribir consignas contra el gobierno en los muros de la ciudad. Con palabras soeces me dio a entender que mis discursos en las plazas públicas eran, sencillamente, incendiarios. Y que además de todo eso, yo era la mierda que no tapó el gato. Desde mi oscuridad lo escuchaba sin inmutarme, sin miedo, pero si con unas ganas infinitas de no querer vivir. Instantes más tarde, sin embargo, no aguante más y exploté. Le grité con desesperación que me evitará las angustias quitándome la vida. Pero los militares están hechos de terquedad. Hacen todo lo contrario de lo que los ciudadanos de buena conciencia les piden. Aquel soldado no sólo no me mató, sino que me quitó la venda que ocultaba el río de lágrimas en mis ojos. Después de casi un mes de infame incertidumbre, fui puesto en libertad. Me apresuré a llegar a casa de mi madre. El destino había sido implacable con mi pequeño hijo. Los médicos habían tenido que amputarle los brazos para salvarle la vida. No fue necesario volver a prometer que nunca más me metería en asuntos de política.

De las metas que me propuse a partir de esos trágicos sucesos, las estaba cumpliendo al pie de la letra. Aquel diciembre en que la Academia sueca por primera vez premió a un escritor colombiano, la línea gráfica de mi economía estaba disparada hacia el cielo. El arduo pero bien remunerado trabajo como asesor jurídico, me había ayudado, además, a soportar los infortunios. Podría decir que en ese diciembre espiritualmente me encontraba bien lejos del reino de las sombras.

Por esos días, cuando me preparaba con alegría y optimismo para celebrar con mi familia las fiestas navideñas, los militares se llevaron para las salas de tortura a uno de mis amigos. ¡Y después a dos, y luego a tres más, hasta que se llevaron a nueve! Cuando vinieron por mí,  por fortuna, esa noche no había dormido en mi casa. Unas cervezas de demás y la cama de mi novia, me habían salvado del suplicio. Al otro día apareció mi foto, y la de otros amigos, en los periódicos. Nos acusaban de ser unos desalmados terroristas. Tuve miedo. Las noches se volvieron más oscuras y el aire se convirtió en una casa gris de fantasmas arrogantes. Con mis sustos a cuestas viajé durante una noche, para esconderme bien lejos de Bogotá, esperando que la verde borrasca se calmara. La espera, escondido en la ciudad de Manizales, fue en vano. Nunca antes había leído tantos libros como aquellos que leí anhelando que dejaran de perseguirme los militares.

No volví a acordarme de Barrabás, ni siquiera en esos tediosos meses que viví en la capital ecuatoriana esperando regresar a Colombia. El encargado para los asuntos de América Latina que Amnistía Internacional tenía en Quito, era un francés joven casado con una ex - guerrillera chilena que se había quedado en París por temor de que a la hora menos pensada el volcán de Cotopaxi explotara. El día que fui a contarle acerca de mis problemas, después de escucharme, se quedo mirándome fijamente como si quisiera encontrar mentiras en mi rostro. Luego consideró que mi permanencia en el Ecuador era sumamente peligrosa por la cercanía con mi país. Casi enseguida decidió enviarme lo más lejos posible de Colombia. Fuimos a una agencia de viajes donde compró un billete sin regreso con destino a España. El día que íbamos camino al aeropuerto, listo para embarcarme hacia el viejo continente, aprovechando que cruzábamos muy cerca de la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados, se le ocurrió al joven francés entrar allí para hacerles saber de su determinación. Por sí las moscas. A la encargada de la oficina, una señora cuyo nombre adornaba con tres apellidos de alcurnia, se le pusieron los pelos de punta cuando el impulsivo funcionario de Amnistía Internacional le contó de sus planes. A los pocos instantes nos pidió que dejáramos el afán, nos sirvió sendas tazas de café y nos recomendó postergar mi viaje a España. Según ella, el riesgo de que yo terminará deportado a Colombia, si descubrían que viajaba con pasaporte falso, era muy grande. En cambio propuso que empezáramos a hacer las gestiones para que me pudiera reunificar con mi hijo. Así sucedió. Un par de meses más tarde, Suecia por intermedio de su embajada en Quito nos hizo saber que habían decidido acogernos dentro de su cuota de refugiados.

A mediados de mayo de 1984, una joven sueca nos esperaba en el aeropuerto de la ciudad de Växjö con un ramo de rosas algo más rojas que su suelta cabellera. Era la interprete. Después de darnos un abrazo de bienvenida nos condujo a Moheda, un caserío para refugiados levantado en medio del bosque y que daba la impresión de haber sido sacado de los cuentos de hadas.  Un día pensé que si me pusiera a escribir todas las vivencias y sorpresas que me llevé en ese pequeño pueblo, podría llegar a publicar un agradable libro gordo. Pero nunca lo hice. Sólo escribí un cuento corto donde contaba la historia, algo distorsionada, de una bicicleta que me encontré tirada en el parque de Moheda. Aunque me hubiera gustado más escribir sobre el domingo aquel que mi vecino africano me invitó a desayunar como se desayuna en su lejano pueblo. Con una taza de café ralo y una sazón bien picante de pequeñas albóndigas revueltas con lentejas amarillas. Mi vecino me dio a entender que estaba muy contento porque en la tienda le vendían las albóndigas ya preparadas. No eran tan caras y venían empacadas en unos elegantes latas que tenían un gato dibujado.

Seis meses más tarde tuvimos que abandonar el campamento. Vinimos a parar a Jönköping porque la maestra que nos enseñaba sueco me había dicho que esta era la ciudad perfecta para un ateo enamorado. Con los años he comprobado que tenía razón. Al otro día de haber llegado a la nueva ciudad el asesor de trabajo me envió a estudiar tornería en los centros de capacitación laboral. Cuando ya había aprendido a hacer herramientas en un torno gigantesco, me ayudó a conseguir trabajo en una fábrica dedicada a la industria del papel. Pero la vida, el destino o no sé quien, se dio cuenta, a tiempo, que se había equivocado conmigo. Yo no estaba reservado para terminar mis días contando rollos de papel higiénico. Como en ninguna parte me valían mis estudios universitarios, entonces me declaré analfabeto. En una escuela del pueblo, de esas que las luchas sociales de los obreros suecos habían ganado el derecho a tener, empecé de nuevo a aprender las tablas de multiplicar. Pero esta vez en un idioma totalmente diferente al mío.  Y en una clase de sueco, el maestro Per Odesten, un carismático escritor de la región,  nos habló de la angustia que el poeta modernista Pär Lagerqvist había convertido en versos. Fue entonces cuando recordé de nuevo a Barrabás. ¿Cuál sería la suerte de la familia amiga que me escondió en su casa? ¿Y Barrabás? ¿En qué terminaría su vida? Me hubiera sido muy fácil terminar de leer el libro en su idioma original, sin embargo, no lo hice de pura superstición. Lo que sí hice fue comprar en un mercado de pulgas una vieja máquina de escribir portátil. Allí escribí, aún no lo sé por qué, la historia de un par de viejos extranjeros que se encuentran un sofá tirado en la cima de un contenedor de basura. Cuando terminé el cuento lo fotocopié y se lo envié, con una carta, a uno de los pocos amigos que aún me quedaban en mi ciudad natal. En la misiva me quejaba de que acá en Suecia no me era posible trabajar como jurista. También le comentaba que de pronto me habían entrado unas ganas enormes de escribir. Le aclaraba que el cuento que le enviaba era uno de los primeros que hacía. Le pedía el favor de que lo leyera con atención y me diera su opinión, él que tanto sabía de literatura. Un par de semanas más tarde recibí su respuesta. En una lacónica carta me respondía que fuera y averiguara de nuevo si en verdad me era imposible poder trabajar como jurista.

Fue el mismo maestro quien después de leer algunas de mis cortas narraciones, me aconsejó que solicitará el curso de Sueco para Creadores en la Escuela Superior de Jönköping. Obedecí sus consejos. Allí entendí que escribir poesía no era sólo poner una palabra debajo de la otra. Me tomó casi dos meses escribir, diccionario en mano, el verso aquel que cuenta de la cárcel que tenía una ventana dibujada en la pared. Sin embargo, todo ello me sirvió para comprender que si quería escribir en serio tenía que prepararme para ello y que, además, uno no podía ser poeta más allá de su propio idioma.

Ahora viajo una vez por semana a la Universidad de Gotemburgo, con la idea de doctorarme en ciencias literarias. En la guantera del carro llevo siempre una muestra de los libros que hasta el momento he publicado. Uno nunca sabe con quien se va a encontrar. Por dos de esos libros fui agasajado por la Comuna de Jönköping con el premio anual de la cultura, y por otro, recibí de la Federación de Escritores de Suecia el premio Klas de Vylder como escritor extranjero del año. Sin embargo, todavía sigo sin entender quién abre las trochas por donde camina mi existencia. Sea quien fuere, debe ser un ser un ente adorador de las cosas absurdas. Aunque escribo en el único idioma que hablaron mis abuelos, mis libros aparecen primero en el idioma en que originalmente fue escrito Barrabás.

Cuando me fue posible regresar a Colombia, lo primero que hice fue viajar a Manizales e ir a la extraña casona donde antaño me había escondido. La mujer de mi amigo había muerto, sus hijos ya eran padres y la casa estaba en ruinas. Por entre el tejado roto, un hilo de luz empezó a jugar con el polvo que levantó mi presencia. En silencio me disponía a entrar al reino de la nostalgia cuando de repente mi mirada lo descubrió. ¡Entre los escombros estaba Barrabás! Mis ojos sudaron de alegría y de ausencia. El libro había envejecido. El color azul de la carátula estaba intacto pero las hojas habían adquirido el amarillo de lo añejo. Con el libro abierto entre mis manos, en la página que hacia quince años yo había doblado, pensé en lo extraña que es la vida. Allí, rodeado de telarañas y carcomidas vigas de madera, reafirme mi voluntad de nunca indagar en qué terminó la vida de Barrabás. He resuelto que mientras yo viva, este cuchillero de Jerusalén seguirá tal como lo deje cuando partí de Colombia. Así es como ahora vive en mi biblioteca de Jönköping, junto a una antología bautizada como Voces de Småland. En dicha antología Pär Lagerkvist pregunta por qué es tan horrible cuando está oscuro. Y algunas páginas más adelante yo procuro, en un poema, imaginar el final de un libro que creía que las polillas lo habían devorado.

Por todo eso he llegado a la conclusión de que la vida es aquello que sucede entre dos páginas de un libro. Porque mientras el bandido Barrabás está en el fondo del pozo, buscando el cuerpo sin vida de su grácil amiga, yo he alcanzado a soñar en el idioma inicial con el cual había sido puesto en libertad.


Víctor Rojas
21 de febrero del 2000

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