La vida es aquello que sucede entre dos páginas de un
libro
Foto tomada por un torturador en una base militar.
Nunca he podido saber qué pasó con Barrabás. Aún recuerdo que me dio
envidia cuando le quitaron las cadenas y lo dejaron libre. Aquel peligroso
bandido de largo prontuario podía ahora andar tranquilo por los caminos sin
temor a ser detenido. Mientras Barrabás se disponía a encontrar a sus viejos
amigos, a beber vino y a dormir en brazos de una mujer gorda, yo tenía que
permanecer escondido en una enorme casona que un amigo mío, con su mujer y sus
pequeños hijos, estaba construyendo en las afueras de la ciudad de Manizales.
Los militares me buscaban desesperadamente por todas partes, como al terrorista
más peligroso del país. Yo que ni siquiera sabía manejar el cuchillo de mesa.
Me acuerdo que alcancé a leer hasta la parte en que una amiga gangosa que
tenía Barrabás es lapidada. En el preciso instante en que el cuchillero
Barrabás bajó a la fosa donde yacía el cuerpo sin vida de su amiga, los
temibles perros que cuidaban la casa donde yo estaba escondido, empezaron a
ladrar furiosamente. La llegada inesperada por la noche de un mensajero me
obligó a suspender de inmediato la lectura. Con afán marqué el libro en la
página donde iba y lo puse de nuevo en la biblioteca, en el lugar donde el
apellido de los autores empezaba por L.
El imprevisto visitante traía la razón de que yo tenía que regresar lo más
pronto posible a Bogotá, pues un grupo de amigos había logrado conseguirme una
falsa documentación con la cuál saldría de Colombia. Así fue. A los pocos días
estaba camino al vecino país Ecuador, sin sospechar siquiera que de esta manera
mi vida tomaría unos senderos que nunca imaginé. Por esa época yo tenía casi la
misma edad que Barrabás contaba cuando fue puesto en libertad. Los años apenas
me habían alcanzado para aprender que la vida es una cadena de retos
permanentes. Veamos:
Nací sobre un colchón, lleno de pulgas, tirado en el piso de una pieza que
unas vecinas le prestaron a mi madre para que me pariera. Mis progenitores eran
dos más de los tantos campesinos que la violencia política había obligado a
desplazar hacia la capital. Podría decir, sin tanto alarde, que antes de nacer
ya era un refugiado. En las afueras de la ciudad de Bogotá crecí derrotando
fiebres y diarreas. Fui a la escuela primaria a sentir que la letra con sangre
entra, tal como lo repetía todas las mañanas el profesor, antes de empezar la
clase. Era mi padre quien le hacía las férulas a aquel maestro, un ser calvo y
rígido que usaba unas gafas de vidrios verdes y bien gruesos, tanto que
parecían el culo de las botellas de cerveza marca Cabrito. Un par de años más
tarde, cuando iba en la mitad de la secundaria, fui expulsado acusado de
actividades altamente peligrosas y subversivas como eran desobedecer la
disciplina y romper con el orden del colegio. Eso sucedió por la época en que
miles de hippies se reunieron en Woodstock para gozar la vida a punto de rock y
marihuana mientras los jóvenes de mi barrio estampábamos el rostro sombreado
del Ché Guevara en el dorso de nuestras camisas.
La expulsión fue un golpe duro para mi paupérrima familia que tenía puestas
todas sus esperanzas en mí. Por fortuna, dos años después fui reintegrado, no
sin antes haber jurado ante el santo de devoción de mi madre que nunca más me
volvería a meter en asuntos de política. Y así fue al menos durante un tiempo
en el cuál me dediqué a interpretar las parábolas de la Biblia y a dejarme
crecer el pelo. Luego de mi corta vida como profeta, me apasioné con el
ajedrez. Aprendí el gambito de reina y admiré las variantes de caballo que
ejecutaba el silencioso Bobby Fischer. Lo que nunca aprendí fue a perder las
partidas, cosa que siempre sucedía. Tal vez fue por eso que mi mirada, en
venganza, prefirió los cuadros grises de la minifalda de una colegiala iracunda
a los cuadros blanquinegros del tablero de ajedrez. El día que ella se dio
cuenta que los versos de amor, que yo le había asegurado haber escrito con mi
puño y letra, eran puro plagio, se puso tan enojada que duró catorce días sin
hablarme. Durante esas dos silenciosas semanas quise resarcir el daño
inspirándome a la fuerza para poder crear mis propios versos. Alcancé a
escribir veintidós sonetos endecasílabos, que bien pudieron haber sido mi
primer poemario, si no me hubiera dado por vender la mitad de ellos a mis
amigos para que se los regalaran a sus novias.
Mi vida de poeta comercial terminó el día que la muchacha de la falda a
cuadros me contó que estaba en cinta. Un año antes de terminar la secundaria ya
me había convertido en progenitor, y de ribete, lampiño. Y un año después en
padre solo, abandonado y de remate con una triste economía. Menos mal que mi
madre me recibió en su humilde casa como se recibe a un hijo prodigo. Me sirvió
la mejor comida mientras pronosticaba que en asuntos del amor esta no sería mi
primera y última derrota. Sin más ni menos, se hizo cargo de mi hijo y con los
pocos ahorros que tenía pagó la cuota inicial de una máquina de escribir
portátil.
Durante unos meses me gané la vida en las calles centrales de la ciudad
elaborando cualquier clase de documentos. Desde declaraciones de renta hasta
desesperadas cartas de amor encargadas por hombres, y a veces por mujeres, que
tenían roto el corazón. Lo que yo sentía lo escribía para otros. Admito que no
me iba mal con mi oficina al aire libre. Sin embargo, tuve que dejar el oficio
de escribiente callejero porque fui admitido en la Universidad Nacional para
estudiar leyes. El regocijo de la familia fue total. Mis hermanos empezaron a
trabajar para colaborarme con la esperanza de que algún día me convirtiera en
abogado prestigioso. Y seguro que lo hubiera logrado si no es porque ese año se
muere Mao Tze-Tung y algunos estudiantes de la facultad de derecho organizan un
desfile en honor a la memoria del venerado dirigente chino. De puro entusiasta
me sumé a la marcha. Olvidé que años atrás le había prometido a mi madre ante
su santo preferido que jamás me volvería a sublevar. Aunque no descuidé mis
estudios, la conspiración política, con todos sus riesgos, casi siempre
fatales, pasó a ser lo primordial de mi existencia. La última vez que estuve
detenido fue en una base militar, acusado de ”intento de sospecha”. Eso sucedió
al final de mi carrera universitaria y en el día más aciago de mi existencia.
Intentaré contarles lo que pasó.
Una mañana cuando iba desesperado al hospital a visitar a mi hijo que
acababa de sufrir un horrible accidente, me apresaron unos policías de civil.
Me vendaron los ojos y me condujeron a una sala de interrogatorios. El dueño de
una voz de mando, después de insultarme, burlándose me hizo un recuento de mi
hoja de vida que tenía en su poder. Todo lo tenía bien documentado. Que había
organizado una marcha con campesinos pobres, que había sido uno de los
candidatos al Concejo Municipal de Bogotá por una coalición de izquierda. Me
recordó que en tres ocasiones diferentes había sido detenido por escribir
consignas contra el gobierno en los muros de la ciudad. Con palabras soeces me
dio a entender que mis discursos en las plazas públicas eran, sencillamente,
incendiarios. Y que además de todo eso, yo era la mierda que no tapó el gato.
Desde mi oscuridad lo escuchaba sin inmutarme, sin miedo, pero si con unas
ganas infinitas de no querer vivir. Instantes más tarde, sin embargo, no
aguante más y exploté. Le grité con desesperación que me evitará las angustias
quitándome la vida. Pero los militares están hechos de terquedad. Hacen todo lo
contrario de lo que los ciudadanos de buena conciencia les piden. Aquel soldado
no sólo no me mató, sino que me quitó la venda que ocultaba el río de lágrimas
en mis ojos. Después de casi un mes de infame incertidumbre, fui puesto en
libertad. Me apresuré a llegar a casa de mi madre. El destino había sido
implacable con mi pequeño hijo. Los médicos habían tenido que amputarle los
brazos para salvarle la vida. No fue necesario volver a prometer que nunca más
me metería en asuntos de política.
De las metas que me propuse a partir de esos trágicos sucesos, las estaba
cumpliendo al pie de la letra. Aquel diciembre en que la Academia sueca por
primera vez premió a un escritor colombiano, la línea gráfica de mi economía
estaba disparada hacia el cielo. El arduo pero bien remunerado trabajo como
asesor jurídico, me había ayudado, además, a soportar los infortunios. Podría
decir que en ese diciembre espiritualmente me encontraba bien lejos del reino
de las sombras.
Por
esos días, cuando me preparaba con alegría y optimismo para celebrar con mi
familia las fiestas navideñas, los militares se llevaron para las salas de
tortura a uno de mis amigos. ¡Y después a dos, y luego a tres más, hasta que se
llevaron a nueve! Cuando vinieron por mí,
por fortuna, esa noche no había dormido en mi casa. Unas cervezas de
demás y la cama de mi novia, me habían salvado del suplicio. Al otro día
apareció mi foto, y la de otros amigos, en los periódicos. Nos acusaban de ser
unos desalmados terroristas. Tuve miedo. Las noches se volvieron más oscuras y
el aire se convirtió en una casa gris de fantasmas arrogantes. Con mis sustos a
cuestas viajé durante una noche, para esconderme bien lejos de Bogotá,
esperando que la verde borrasca se calmara. La espera, escondido en la ciudad
de Manizales, fue en vano. Nunca antes había leído tantos libros como aquellos
que leí anhelando que dejaran de perseguirme los militares.
No volví a acordarme de Barrabás, ni siquiera en esos tediosos meses que
viví en la capital ecuatoriana esperando regresar a Colombia. El encargado para
los asuntos de América Latina que Amnistía Internacional tenía en Quito, era un
francés joven casado con una ex - guerrillera chilena que se había quedado en
París por temor de que a la hora menos pensada el volcán de Cotopaxi explotara.
El día que fui a contarle acerca de mis problemas, después de escucharme, se
quedo mirándome fijamente como si quisiera encontrar mentiras en mi rostro.
Luego consideró que mi permanencia en el Ecuador era sumamente peligrosa por la
cercanía con mi país. Casi enseguida decidió enviarme lo más lejos posible de
Colombia. Fuimos a una agencia de viajes donde compró un billete sin regreso
con destino a España. El día que íbamos camino al aeropuerto, listo para
embarcarme hacia el viejo continente, aprovechando que cruzábamos muy cerca de
la sede del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados, se le
ocurrió al joven francés entrar allí para hacerles saber de su determinación.
Por sí las moscas. A la encargada de la oficina, una señora cuyo nombre
adornaba con tres apellidos de alcurnia, se le pusieron los pelos de punta
cuando el impulsivo funcionario de Amnistía Internacional le contó de sus
planes. A los pocos instantes nos pidió que dejáramos el afán, nos sirvió
sendas tazas de café y nos recomendó postergar mi viaje a España. Según ella,
el riesgo de que yo terminará deportado a Colombia, si descubrían que viajaba
con pasaporte falso, era muy grande. En cambio propuso que empezáramos a hacer
las gestiones para que me pudiera reunificar con mi hijo. Así sucedió. Un par
de meses más tarde, Suecia por intermedio de su embajada en Quito nos hizo
saber que habían decidido acogernos dentro de su cuota de refugiados.
A mediados de mayo de 1984, una joven sueca nos esperaba en el aeropuerto
de la ciudad de Växjö con un ramo de rosas algo más rojas que su suelta
cabellera. Era la interprete. Después de darnos un abrazo de bienvenida nos
condujo a Moheda, un caserío para refugiados levantado en medio del bosque y
que daba la impresión de haber sido sacado de los cuentos de hadas. Un día pensé que si me pusiera a escribir
todas las vivencias y sorpresas que me llevé en ese pequeño pueblo, podría
llegar a publicar un agradable libro gordo. Pero nunca lo hice. Sólo escribí un
cuento corto donde contaba la historia, algo distorsionada, de una bicicleta
que me encontré tirada en el parque de Moheda. Aunque me hubiera gustado más
escribir sobre el domingo aquel que mi vecino africano me invitó a desayunar
como se desayuna en su lejano pueblo. Con una taza de café ralo y una sazón
bien picante de pequeñas albóndigas revueltas con lentejas amarillas. Mi vecino
me dio a entender que estaba muy contento porque en la tienda le vendían las
albóndigas ya preparadas. No eran tan caras y venían empacadas en unos
elegantes latas que tenían un gato dibujado.
Seis meses más tarde tuvimos que abandonar el campamento. Vinimos a parar a
Jönköping porque la maestra que nos enseñaba sueco me había dicho que esta era
la ciudad perfecta para un ateo enamorado. Con los años he comprobado que tenía
razón. Al otro día de haber llegado a la nueva ciudad el asesor de trabajo me
envió a estudiar tornería en los centros de capacitación laboral. Cuando ya
había aprendido a hacer herramientas en un torno gigantesco, me ayudó a
conseguir trabajo en una fábrica dedicada a la industria del papel. Pero la
vida, el destino o no sé quien, se dio cuenta, a tiempo, que se había equivocado
conmigo. Yo no estaba reservado para terminar mis días contando rollos de papel
higiénico. Como en ninguna parte me valían mis estudios universitarios,
entonces me declaré analfabeto. En una escuela del pueblo, de esas que las
luchas sociales de los obreros suecos habían ganado el derecho a tener, empecé
de nuevo a aprender las tablas de multiplicar. Pero esta vez en un idioma
totalmente diferente al mío. Y en una
clase de sueco, el maestro Per Odesten, un carismático escritor de la
región, nos habló de la angustia que el
poeta modernista Pär Lagerqvist había convertido en versos. Fue entonces cuando
recordé de nuevo a Barrabás. ¿Cuál sería la suerte de la familia amiga que me
escondió en su casa? ¿Y Barrabás? ¿En qué terminaría su vida? Me hubiera sido
muy fácil terminar de leer el libro en su idioma original, sin embargo, no lo
hice de pura superstición. Lo que sí hice fue comprar en un mercado de pulgas
una vieja máquina de escribir portátil. Allí escribí, aún no lo sé por qué, la
historia de un par de viejos extranjeros que se encuentran un sofá tirado en la
cima de un contenedor de basura. Cuando terminé el cuento lo fotocopié y se lo
envié, con una carta, a uno de los pocos amigos que aún me quedaban en mi
ciudad natal. En la misiva me quejaba de que acá en Suecia no me era posible
trabajar como jurista. También le comentaba que de pronto me habían entrado
unas ganas enormes de escribir. Le aclaraba que el cuento que le enviaba era
uno de los primeros que hacía. Le pedía el favor de que lo leyera con atención
y me diera su opinión, él que tanto sabía de literatura. Un par de semanas más
tarde recibí su respuesta. En una lacónica carta me respondía que fuera y
averiguara de nuevo si en verdad me era imposible poder trabajar como jurista.
Fue el mismo maestro quien después de leer algunas de mis cortas
narraciones, me aconsejó que solicitará el curso de Sueco para Creadores en la Escuela Superior de Jönköping. Obedecí
sus consejos. Allí entendí que escribir poesía no era sólo poner una palabra debajo
de la otra. Me tomó casi dos meses escribir, diccionario en mano, el verso
aquel que cuenta de la cárcel que tenía una ventana dibujada en la pared. Sin
embargo, todo ello me sirvió para comprender que si quería escribir en serio
tenía que prepararme para ello y que, además, uno no podía ser poeta más allá
de su propio idioma.
Ahora viajo una vez por semana a la Universidad de Gotemburgo, con la idea
de doctorarme en ciencias literarias. En la guantera del carro llevo siempre
una muestra de los libros que hasta el momento he publicado. Uno nunca sabe con
quien se va a encontrar. Por dos de esos libros fui agasajado por la Comuna de
Jönköping con el premio anual de la cultura, y por otro, recibí de la
Federación de Escritores de Suecia el premio Klas de Vylder como escritor
extranjero del año. Sin embargo, todavía sigo sin entender quién abre las
trochas por donde camina mi existencia. Sea quien fuere, debe ser un ser un
ente adorador de las cosas absurdas. Aunque escribo en el único idioma que
hablaron mis abuelos, mis libros aparecen primero en el idioma en que
originalmente fue escrito Barrabás.
Cuando me fue posible regresar a Colombia, lo primero que hice fue viajar a
Manizales e ir a la extraña casona donde antaño me había escondido. La mujer de
mi amigo había muerto, sus hijos ya eran padres y la casa estaba en ruinas. Por
entre el tejado roto, un hilo de luz empezó a jugar con el polvo que levantó mi
presencia. En silencio me disponía a entrar al reino de la nostalgia cuando de
repente mi mirada lo descubrió. ¡Entre los escombros estaba Barrabás! Mis ojos
sudaron de alegría y de ausencia. El libro había envejecido. El color azul de
la carátula estaba intacto pero las hojas habían adquirido el amarillo de lo
añejo. Con el libro abierto entre mis manos, en la página que hacia quince años
yo había doblado, pensé en lo extraña que es la vida. Allí, rodeado de
telarañas y carcomidas vigas de madera, reafirme mi voluntad de nunca indagar
en qué terminó la vida de Barrabás. He resuelto que mientras yo viva, este
cuchillero de Jerusalén seguirá tal como lo deje cuando partí de Colombia. Así
es como ahora vive en mi biblioteca de Jönköping, junto a una antología
bautizada como Voces de Småland. En dicha antología Pär Lagerkvist pregunta por
qué es tan horrible cuando está oscuro. Y algunas páginas más adelante yo
procuro, en un poema, imaginar el final de un libro que creía que las polillas
lo habían devorado.
Por todo eso he llegado a la conclusión de que la vida es aquello que
sucede entre dos páginas de un libro. Porque mientras el bandido Barrabás está
en el fondo del pozo, buscando el cuerpo sin vida de su grácil amiga, yo he
alcanzado a soñar en el idioma inicial con el cual había sido puesto en
libertad.
Víctor Rojas
21 de febrero del 2000
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