Pintura: Jorge Restrepo
Los
amantes de las narraciones novedosas quedaron para siempre en deuda con el
bohemio Osvaldo Lugo quien de repente en una noche de pocas estrellas salió
disparado de su habitación para ir a comprar una libreta en donde escribir un soneto
que en ese momento tenía anclado en la mente. Le urgía, antes de que el olvido
le ganará la jugada, convertir en letras ese esquivo poema sobre las
vicisitudes del duelo al que tanto había invocado sin resultado alguno. Pero
ahora tenía la composición enredada en el cerebro y codiciaba todos los
esfuerzos para que no se le escapara. Solo se trataba de apuntar en algún papel
esos sonoros versos de rimas naturales que describían que el duelo era una
manera sublime de rendirle homenaje a los muertos. Ese afán no hubiera tenido
ninguna incidencia si no es porque Osvaldo Lugo, ya en la calle, detuvo de
rebato su apresurada marcha al pie de una caneca de basura en cuyo tope
reposaba una centena de hojas encuadernadas que llamó su atención. Vale
mencionar que el bohemio sopesó seguir de largo, pero al leer de reojo el
título del cuaderno, Monja virgen, no
tuvo escrúpulos en apropiarse de él.
Como
es de suponer, el arrume de hojas resultó ser un manuscrito cuyo prosista no
daba a conocer su nombre. Un cabalístico NN que existía en la ausencia. Al
notar que el cartapacio estaba impreso por una sola cara, Osvaldo Lugo desistió
sin aspavientos de ir a comprar la libreta. Pensó que la otra cara de las hojas
le serviría para atrapar los precisos versos endecasílabos del soneto que por
esos días y de manera repentina acudía a su mente. Regresó a su habitación y empapado
de curiosidad se entregó a la lectura del mencionado manuscrito, olvidándose
por completo del poema. Así fue como se dio cuenta que la historia que
encerraba Monja virgen era la de una noble
adolescente quien tuvo que sufrir el más duro de los escarnios para tratar de
demostrar que era digna de ser la novia del dios crucificado.
La desventura de la joven del
relato tuvo inicio incontenible un día cuando estaba abstraída en la cocina
preparando de desayuno huevos rancheros con arepa de maíz blanco. En esas
escuchó un eco tenue que brotaba del sartén y decía: Agustina, los ángeles del
cielo te han elegido para novia de Cristo. A partir de ese instante la adolescente
se olvidó del desayuno, entró en un alarmante ensimismamiento, empalideció y
con el correr de los días su cuerpo fue perdiendo carnes. Al verla como un
zancudo sin fuerzas para volar, sus padres se alborotaron y no encontraron
manera diferente de ayudarla que la de propinarle una fuerte reprimenda y
amenazarla con echarla de la casa. Agustina reaccionó al regaño aferrándose aún
más a su destino emanado del exquisito aroma de tomate revuelto con cebolla picada
y ajo. Fiel a ese sinigual designio se
apresuró a inscribirse en el noviciado de Laceja. Aquel insondable lugar,
ubicado a las afueras de la población, cargaba fama de ordenar monjas
persistentes en la
creencia divina pero también de haber albergado a
una joven pizpireta de la India quien más tarde sería conocida como la M de
Calcuta y de quien también se supo había mantenido un desliz de media hora con
un seminarista nicaragüense quien con el paso del tiempo terminó de ministro de
agricultura de un grupo de sediciosos que a punta de sangrientas emboscadas derrotó
a un sátrapa que al vérsele por detrás recordaba el trote de los elefantes.
Al entrar al distante
noviciado, la adolescente fue auscultada por el abad, un cura petiso que era
dueño de un nombre que al ser pronunciado recordaba de inmediato la decadencia
del imperio romano. El padre Cesarion, así, a secas y sin acento. Si de algo ha
de servir, se puede agregar que este siervo de Dios, además era reconocido en
los círculos clericales por su vasto conocimiento sobre las tribus mahometanas
que fueron exterminadas en las feroces batallas que defendieron la aldea de Medina de los
ataques judíos. Pues bien, el abad se plantó al pie del catre donde tendieron a
la joven desnuda y enseguida le palpó minuciosamente el morro venusiano y con
sus dedos regordetes le abrió la herida natural para observar con diligencia si
el oscuro orificio de la joven era puro o no. Un grito, que parecía más un
insulto, escapó de los belfos del religioso. Ordenó que la novicia debía ser
inmediatamente expulsada del convento porque ya alguien se le había adelantado
a Cristo. Recalcó que con ese acto indigno de desflorada la adolescente no solo
ponía en tela de juicio la teoría de que los hombres sagrados son paridos por
mujeres en estado natural, sino que también cuestionaba a profundidad esa sacrosanta
tradición de las mujeres pulcras de llegar inmaculadas al matrimonio. El lío se
hacía más grande, insinuó, si las comadronas de la estirpe sarracena de la
región se enteraran del penoso asunto pues ya no le podrían exigir a los
varones que al otro día de la noche de bodas tendieran sobre la ventana la
sábana manchada de sangre para que los vecinos se enteraran que una virgen
había dejado de serlo.
A pesar de las
bravuconadas del abad, Agustina juró sobre los aceites sagrados y una Biblia
apolillada que su ojal procreativo ni siquiera había estado tentado a sus
propios dedos. En vista de que nadie le creía entonces lloró, pataleó y, por
último, se arrodilló sobre el rudo empedrado del patio, hiriendo sus rodillas, e
implorando con gritos hacia el cielo, le pidió a Cristo que le ayudara a
demostrar que ella era una muchacha digna de ser su novia. Vista de lejos y sin
escuchar su llanto la adolescente parecía que en ese instante quería atrapar el
cielo con los brazos abiertos.
El abad al ver
el empecinamiento de Agustina en hacer valer su castidad, se sintió tocado por
la misma duda que padeció el santo Tomás en las horas de la desolación.
Entonces se acordó que era usanza de la tribu Quarish de la Arabia meridional
escoger a un grupo de ancianos para que en casos de incertidumbres observaran
con detenimiento si una doncella había dejado de ser virgen. El religioso fue
más allá de las estipulaciones de los Quarish y decidió que no fueran los
ancianos sino los habitantes del poblado quienes decidieran si la joven seguía
en su estado natural o no. Se narra en el manuscrito que en la pequeña plaza de
mercado del pueblo se empezó a murmurar que al abad se le debería reconocer los
derechos de autor de los plebiscitos vaginales. Tal vez la única paternidad que
la vida le tenía reservada.
Para llevar a
cabo la idea, Cesarion mandó a construir una pieza cuya pared exterior estaba
cubierta con un potente vidrio transparente, a prueba de piedras y balazos.
Adentro de la pieza acomodó una camilla igual de siniestra a esas que tienen
las clínicas de abortos clandestinos. Se supo que esa idea se le ocurrió al
pensar en el único viaje que había hecho en su vida a los llamados Países bajos
y donde fue obligado a cruzar, con los ojos cerrados, por una calle asediada
por vitrinas que exhibían despampanantes mujeres desnudas. En esa azarosa
ocasión el acompañante del abad, un pelirrojo seminarista nórdico, le susurraba
al oído, en latín medieval, sobre las extravagantes carnosidades de las mujeres
expuestas. El caso es que también sobre el fuerte vidrio que fungía de pared,
el padre Cesarion colgó un aviso donde se informaba al público que, al día
siguiente de celebrarse la divina ascensión de Cristo y durante tres días seguidos, se daría inicio a una observación
detallada para atestiguar si Agustina era virgen o no. No contaba el abad que
en las aldeas el chisme se esparce más pronto y silencioso que las estrellas
fugaces.
Aquel día
viernes en que se daría inicio al lúbrico plebiscito, Cesarion despertó al
amanecer y después de ingerir un desayuno opíparo se encaminó hacia la salida
para cerciorarse del bisbiseo y ladridos que creía escuchar. Ni siquiera
sospechaba que el bullicio a esa temprana hora procedía de quienes le ayudarían
a disipar la duda acerca de la pureza de Agustina. Cuando abrió el enorme
portón del convento quedó en la frontera del desmayo al ver que un puente de
gente unía su convento con el caserío. Al inicio de la fila se encontraba el
zapatero remendón y su suegra quien trataba de sostenerse de pie apoyada por
una muleta de madera. Le seguía el enterrador y toda su prole que consistía en
una tía arrabalera, una abuela moribunda, sus tres hijos con sus respectivas
concubinas, pero también otro hijo, habido en relación extramatrimonial, que
cargaba fama de no ser de aquí ni ser de allá y que permanecía indiferente con
la mirada de medio lado puesta en las alturas. Además de ellos sus cuatro hijas
del primer matrimonio y el perro que no cesaba de hacer ruido de lo alegre que
se sentía en la romería. Aún con el sueño pegado a los ojos, el cura párroco de
la aldea también quería atestiguar. Hubiera preferido seguir durmiendo hasta la
media mañana, como era su costumbre todos los viernes pero consideró que por
encima del sueño prevalecía los asuntos de Jesús crucificado. Detrás de él el
carpintero en overol de trabajo y el lápiz de marcar sostenido en una oreja.
Una cuadra más atrás el bobo del pueblo procuraba en vano quedarse quieto en su
puesto. Todos los escolares de uniforme eran quienes más ruido hacían. Como
sea, no hace falta describir a todo el pueblo porque todo el pueblo estaba en
fila esperando que Agustina fuera puesta en exhibición con las piernas
abiertas. Nadie faltaba, a excepción de los progenitores de la adolescente, ni
los gemelos ciegos ni las tres rameras y su matrona ni el alguacil y muchos
menos el sacamuelas. Es más, se supo que algunas personas de una vereda vecina
habían viajado en mulas por las trochas, iluminados por los luceros de la
medianoche del jueves, para poder llegar a tiempo y no ser los últimos de la
fila.
Lo primero que
fraguó el abad cuando se repuso del impacto que le causo advertir la extensa
romería fue ordenar que la auscultación de la joven solo estaba reservada para
las personas mayores de edad. Enhorabuena, pensó Agustina quien agazapada desde
una ventana del convento había sentido vergüenza al ver a sus excompañeros de
clase hacer la gran hilera. El caso es que ante la exigencia del padre Cesarion
más de la mitad de los curiosos se fue desperdigando resignada, sin chistar.
Sin embargo, el abad consideró que la fila aún era demasiado extensa y que ni
siquiera en jornada continua de día y noche todos podrían asomarse a constatar
los requisitos que Cristo merecía que su novia tuviera. Entonces con la
parsimonia típica de los filósofos criollos le ordenó a sor Betty que pusiera
una mesa al frente de la fila. Sin perder la cordura y a sabiendas de que en el
pueblo nadie se atrevía a cuestionar la palabra de los siervos de Dios,
Cesarion exigió que quien quisiera observar a la escogida por la divina
providencia debería presentar en la mesa la cédula de ciudadanía, requisito
único para participar en el plebiscito. Solo una centena se salvó de coger
camino de regreso a casa. Al único que le fue permitido seguir en la fila a
pesar de carecer de documento de identidad fue al cura párroco. Pero no solo
eso, sino que también fue alentado para que pasará al frente de la hilera.
Agustina, ya
aún más aliviada de los nervios y temores entró en la vitrina y sin la ayuda de
nadie trepó en la camilla de parto donde desnuda de la cintura para abajo
descansó sus piernas sobre las dos horquetas las cuales había ajustado con
anterioridad a su medida. Se sintió cómoda y relajada al darse cuenta que desde
esa posición no le vería la cara a los mirones, pero sobre todo porque
consideraba que a partir de ese momento quedaría demostrado que ella en verdad
era digna de ser la novia de Cristo.
Cuando Osvaldo
Lugo leyó la parte final de la narración donde se daba a conocer el resultado
del plebiscito, sintió un fuerte deseo de firmar la obra como suya y
publicarla. La sola idea de que la novela alcanzaría a miles de lectores por lo
fascinante del tema, lo hizo estremecer. Pero su orgullo de ser un buen
ciudadano no le permitía el asqueroso hábito del plagio. La otra posibilidad
que sopesó pero que consideró egoísta de su parte, fue la de dejar el
manuscrito por ahí refundido entre sus libros de versos de los cuales algunos
ya empezaban a ser alimento de polillas. El caso es que Osvaldo Lugo ante
semejante encrucijada encontró en las narraciones épicas de los cristianos la
perfecta solución a sus dudas. Ni lo uno ni lo otro, le inspiró la filosa
espada del rey Salomón. Así fue como Monja
virgen apareció en las vitrinas de las librerías firmada por un seudónimo.
Lo que nunca apareció fue el perfecto soneto sobre el duelo. El bohemio Osvaldo
Lugo, por más que lo intentó nunca pudo recordar la perfecta métrica de las
rimas.
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