Un día me llamó Dimitri Latorre, un joven de origen colombiano para pedirme
permiso de hacer un cortometraje con uno de mis cuentos. Esa sería su prueba de
grado como productor de cine. Muy contento le dije que sí, que para mí era un
honor. Días después me contó que había contratado a una pareja de actores latinoamericanos
profesionales para hacer el cortometraje. Eso me iba gustando mucho. ¡Uff, uno
de mis cuentos sería llevado al cine! Después me dijo que la filmación se iba a
hacer en Karlskrona, ciudad ubicada a la orilla del mar que une a Suecia con Polonia.
La cosa se ponía aún más interesante. Me nombró el equipo de once personas que
realizarían el cortometraje. Dos camarógrafos, un medidor de viento, una que
mostraría esa tablita de escenas, otro encargado de la decoración del lugar,
otra que ya había acordonado la calle con ayuda de la policía, otra que
maquillaba, que le ponía más años a los años, etc. Todos jóvenes suecos,
promesas del cine europeo. Hasta ahí mi ego me superaba por el doble de
estatura. Llegué hasta saborear la miel de la venganza al pensar que los
militares colombianos se morirían de la envidia al saber que uno de mis cuentos
era éxito de taquilla en la tierra de Igmar Bergman. Ellos, uniformados
mentirosos y rastreros que me habían obligado al exilio por puro desventurados.
Pero mi dicha no duró mucho tiempo. Dos días antes del rodaje me llamó Dimitri de
nuevo para decirme que ese mismo día el actor había tenido que viajar a su país
porque su mamá había fallecido. Así, que, afirmó, usted como autor del cuento
sabe la esencia del "viejo", el personaje central. Sí, afirmé
henchido de orgullo. Y en vista de que usted también ya está pasado de años,
tiene que venir a Karlskrona a hacer el papel del viejo. Protesté en voz alta. Proferí
que una vez los torturadores de la brigada militar de Usaquén me habían puesto
a actuar falsamente como actor secundario en uno de sus tenebrosos manuscritos donde
se cometía un vil asesinato y que eso había tenido consecuencias tan graves que
todavía no me reponía de ellas. Dimitri hizo caso omiso de mi queja e insistió
con vehemencia, casi llorando. Al día siguiente, yo también casi llorando, me
enrumbé de madrugada al sur de Suecia. Al llegar a la ciudad donde se llevaría
a cabo la filmación encontré al equipo de trabajo cabizbajo, lleno de desolación.
Le pregunté a Dimitri que qué pasaba. La actriz, dijo, se negó a actuar al
saber que usted era un completo primíparo en los oficios del séptimo arte. Alegó
que no podía rebajarse profesionalmente hasta ese extremo de hacer una
película, así fuera bien corta, con un inexperto cuyo única cualidad era la de
estar viejo, nada más. ¡Juepucha!, exclamé con preocupación. ¿Y ahora qué
hacemos? Por allá anda uno de los camarógrafos, respondió, tratando de
convencer a una anciana que de niña hizo parte del grupo de teatro de su
escuela. Si logra convencerla empezamos a filmar mañana. Si no, me toca aplazar
el grado y perder toda la inversión que se ha hecho en este proyecto. Por
fortuna, la señora dijo que sí cuando le dijeron que el único dialogo del corto
era exclamar el nombre de un santo al tiempo que se echaba la bendición. Así
fue como viví los tres días más felices de mi vida debutando como actor en
Suecia.
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