lunes, 4 de mayo de 2020

El viaje, un cuento de actualidad




El viaje


A los cofrades de la Facultad de Derecho 
de la Universidad Nacional de Bogotá, 
tanto los que ya partieron como los 
que aún coquetean con la vida.


La pareja, recién casada, entró en pánico al conocer que la pandemia arreciaba con las mismas intenciones destructivas de un diluvio universal. Los medios de comunicación internacionales transmitían sin interrupción, y con tonos de alarma, que posiblemente solo algunas contadas personas se salvarían de morir contagiadas. Ya habían fallecido quince gobernantes de poderosas naciones, entre esos dos dictadores; ocho cantantes de música metálica y tres tenores de fama mundial; la mitad de los ciudadanos del Estado del Vaticano; la selección nacional de fútbol, incluidos los jugadores de reserva, y toda la población de una de las más grandes islas nórdicas. Nadie escapaba del peligro. Ni arquitectos ni albañiles, ni policías ni ladrones, ni citadinos ni campesinos, ni locos ni cuerdos, ni burgueses ni proletarios, ni carnívoros ni vegetarianos. Ningún animal racional, ningún homo sapiens, como explicaban los epidemiólogos entrevistados por radio y televisión.
Como es natural, nadie de la inquieta pareja quería morir contorsionado entre quejumbres, con los ojos volteados, fiebre alta y tos seca, tales eran los síntomas de la enfermedad. Fuera de eso, tanto él como ella cargaban la pena de ser la última rama de su respectivo árbol genealógico que por supuesto, estaba en alto riesgo de extinción. Entonces, para evitar el contagio y revivir la exigua prole, los dos decidieron viajar a la montaña donde había una cabaña de madera curada que la mujer había heredado de sus abuelos y que conservaba como cosa perdida, por lo difícil que era llegar hasta ese paraje. Después de tomar un bus deberían transportarse en un jeep destapado que los dejaría en una población remota habitada por gente desprevenida cuyo único afán era dejar que la vida pasara con la sencillez que deben tener las diferentes etapas de la existencia. De allí esperaban los caminos de herradura que conducían a la cima de la montaña.
Ningún aparato electrónico que los conectara con el mundo exterior guardó la pareja en su equipaje de cosas estrictamente necesarias. Sin embargo, cuando llegaron a la aldea donde comenzaban los atajos hacia la inmensa montaña, compraron abundante cantidad de comida, tanto fresca como enlatada, en la única tienda del recóndito lugar. En un par de caballos, adquiridos con buena rebaja, cargaron las remesas y al despuntar el día se entregaron a los caminos de herradura. En sus planes de vuelta tenían el de volver a vender el par de jumentos por debajo del precio de compra.
Tres días más tarde llegaron exhaustos a la cabaña, al mismo tiempo que el ocaso. Apenas sí tuvieron fuerzas para hacer una hoguera y enfundarse en los sacos de dormir. Por primera vez desde que habían iniciado el extenuante viaje, no pernoctarían en una pequeña carpa a la intemperie sino bajo una techumbre sostenida por cuadro paredes de troncos sin cepillar.
Al día siguiente se dedicaron a ordenar el sitio donde pasarían el retiro. Acordaron no prolongar la cuarentena más de siete meses, dos meses más de lo que los científicos calculaban necesarios para derrotar la pandemia. Arreglaron con esmero el fogón y la cama donde no solo se entregarían al reposo sino también a ese deseo impostergable de que ella quedara encinta. Luego soltaron los caballos para que pastaran donde quisieran a su antojo. Las bestias se perdían al amanecer, pero al caer la noche aparecían al pie de la vivienda. 
Al mes de haber llegado a la cabaña, la pareja descubrió que la felicidad se trataba de disfrutar a plenitud esa apacible existencia que ahora vivían lejos del bullicio y el caos de la ciudad. Sin nada de vecinos maliciosos ni de caídas de las bolsas de valores. Sin políticos convertidos de la noche a la mañana en experimentados yerbateros y virólogos sibilinos. Ni policías de tránsito y sus descomunales multas. Sin desfiles de militares y sus tenebrosas máquinas de muerte para asustar parroquianos. Sin tener que soportar a los mercaderes de templos que pregonan que la entrada al cielo les costaba a los ancianos la mitad de sus pensiones y a los empleados públicos el diez por ciento de su sueldo. Sin playas sucias de bolsas y botellas plásticas desocupadas. Sin personas que caminan ausentes con la mirada pegada a los teléfonos móviles. Como sea, los dos comprendieron que la sencillez es la esencia del sosiego. Sembraron con éxito algunas semillas que poseían y ahora despertaban con frescas mañanas cargadas de trinos de pájaros que también volaban a sus anchas en un cielo cada vez más despejado. El nacimiento de un arroyuelo les proporcionaba la música que necesitaban para sentirse dueños de un paraíso lejano de bullicios y polución.  
Así pasaron los días y las noches durante medio año. En ese lapso la mujer vio con tristeza que su ciclo menstrual la visitaba sin demora, a pesar de haber ejercitado el acto libido, de tres a cuatro veces por día, en los últimos tres meses de sosegada convivencia. Ante ese desconsuelo la pareja decidió, contra su voluntad, regresar más temprano a la ciudad, en parte porque suponía que la epidemia ya había cesado y en parte porque les urgía ayuda de un médico que los asistiera con sus conocimientos para que la mujer pudiera quedar preñada.
A caballo y sin portar nada más que los anhelos de multiplicarse, algo de fiambre para el camino y la pequeña carpa para dormir, emprendieron el camino de retorno al despuntar el día. Las trochas del regreso les tomó un día menos que la ida. Al atardecer se acercaron al caserío al pie de la montaña. Desde la lejanía vieron una bandada de pajarracos negros revoletear sobre los techos de las humildes casas. Ya a la entrada de la única calle de tierra del pueblo sintieron temor al ver que no había nadie, que los pocos pobladores habían desaparecido del caserío con rumbo desconocido. Eso sí, les llamó la atención un reguero de huesos blanquecinos y secos por doquier. Se acercaron a la tienda donde meses atrás se habían apertrechado de viandas, pero no pudieron entrar porque estaba llena de impávidos buitres que miraban con ojos de inquietos comensales. 
Aterrorizada la pareja abandonó la aldea a galope abierto. A la vera del camino vieron el jeep atrapado en una zanja, lleno de pericos pechirrojos que también en enormes y ruidosas bandadas se disputaban las copas de los árboles. Al llegar a la siguiente población la vieron invadida de cabras que todo lo rumeaban. A la calavera de un esqueleto, tirado a la mitad del camino, el viento le había arrancado la larga cabellera y la había dejado enredada entre las piedras. A las afueras de ese desolado lugar levantaron la pequeña carpa de dormir y por primera vez en tantas ocasiones no sintieron ganas de entregarse a los regodeos de la carne. 


Despertaron al tiempo, sobresaltados. Por puro instinto se tocaron para comprobar que no estaban soñando la pesadilla que empezaban a vivir. Recogieron la carpa y prosiguieron el viaje en dirección a su casa de la ciudad. Adelante divisaron la enramada que fungía de tienda a la vera del camino y donde se habían detenido a tomar refresco cuando iban en el jeep camino a la montaña. Ni un alma encontraron para preguntarle qué era lo que había sucedido. En el ambiente soplaban a sus anchas los vientos de la desolación. Sobre el mesón que fungía de vitrina, los pocos comestibles empacados en plástico acusaban una delgada capa de polvo. Ninguna huella de automotor ni de arriero y sus bestias y menos de alguien a pie, nada. Sin entender lo que pasaba, pero con la sospecha de que la pandemia había asolado a sus anchas, tomaron la carretera principal. Allí todo era mutismo. Hasta las copas de los árboles guardaban silencio. Sobre el asfalto merodeaban las culebras que se alimentaban de lombrices e insectos tostados por el sol canicular. Los caballos recularon por miedo a los réptiles y entonces les fue imperativo ingeniárselas, con una rama larga de guayacán caído, para proseguir el viaje. Ningún ruido automotor se escuchaba ni cerca ni distante. Ninguna señal de vida. Más adelante encontraron un lujoso coche estancado, en el carril opuesto, con un esqueleto al timón. Se miraron aterrorizados sin decir nada. Antes de arrojar el arrume de huesos del coche para proseguir el viaje, espantaron los caballos que se negaban a abandonar el sitio. La mujer ocupó sin ningún reconcomio el lugar del esqueleto. Al encender el motor no supo qué rumbo tomar. Dudó ante la alternativa de encaminar el coche de vuelta o seguir para adelante. Cualquier dirección daba lo mismo. Adelante o atrás encontrarían aún más desolación de la que lo que hasta el momento habían encontrado. Aldeas llenas de liebres, pueblos destrozados por hocicos de marranos chillones, ciudades apagadas y desmoronándose, pero llenas de ratas inquietas, perros malolientes, gallinas ariscas, gatos en riña, zopilotes al acecho. Llena de indecisión la mujer sintió un escalofrío que la obligó a mirar en silencio a su esposo. Era innegable que estaban íngrimos, rodeados de serpientes y con la misión de ver cómo hacían para darle a los seres humanos la tercera oportunidad sobre la tierra.

Víctor Rojas
Jönköping, 4 de mayo 2020
(Mientras tanto tú no sabes dónde has puesto las tijeras).

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