LA PAJA EN EL OJO AJENO
Foto: Estefanía Baeza
Hoy es una tarde de cualquier día de mi vida. La humanidad libra una
batalla contra un enemigo invisible. Tan invisible que me sorprendo
a veces tonteando con la idea de la fábula inventada por unos para aterrorizar
a otros. El eterno juego del bueno y del malo. Pero es cierto. Estamos en medio
de una batalla. Me froto los ojos, estiro los dedos contra el teclado, me
levanto a por un vaso de agua, preparo algo de comer, pongo música, miro el
techo, me estiro y camino diez pasos hasta la habitación, vuelvo de nuevo al
salón, apoyo mi cara contra el cristal de la terraza.
Afuera los pájaros pían más que nunca. Hay silencio humano. Solo se
escuchan las aves y las ramas entrechocando, como si la ciudad se hubiera
convertido en un apacible bosque de las afueras. El ser humano está
encerrado detrás de las ventanas y los muros, espiando el mundo que no le
pertenece, aunque lo haya tomado y destruido a la fuerza. Pega la cara contra
cada cristal y cada muro, siente el miedo en carne propia. Miedo a convertirse
en pez de la pecera, en león enjaulado de zoológico, en especie en peligro de
extinción. Se pregunta por el fin de la historia. Busca culpables precisos.
Reza a dioses inútiles. Todo en vano.
Alguien con poderes y maldad ha lanzado un virus mortal especialmente
fabricado para aniquilar selectivamente a aquellos humanos defectuosos. ¿Quién
entonces pondrá fin a esta historia?
La incapacidad de observar su propia paja es la que urde cualquier tipo de
fábula que lo exculpe del desastre que es como especie. Así que siempre ha
habido, hay y habrá un maldito enemigo, alguien más malo que nadie creando caos
y confusión, desviando la marea humana corriente abajo, contra las piedras de
la culpa ajena.
Me falta amor, me digo, amor en general. Cada uno de nosotros somos un
pequeño mundo al que le falta amor. No somos otra cosa que la representación de
ese gran mundo de allá fuera, ese que hemos creado y destruido a la misma vez.
Me siento el mundo, desolada, vacía, pisoteada por fuerzas que se escapan a mi
control. Observo a través del cristal ese mundo, el mundo que boquea en busca
de oxígeno. Respiro mi propia asfixia.
Sin nosotros el aire del mundo se torna más limpio, el agua se aclara y a
través del espejo del agua los peces nadan hasta la misma orilla, exentos de
barreras humanas. La ciudad misma se ha convertido en sabana y montaña, prados
y bosques. Los pocos animales salvajes que aún sobreviven a nuestra barbarie
vuelven a recorrer las rutas que les robamos. A la tierra le crecen tímidas
ramas con el tiempo contado. También el agua, el aire y las fieras tienen el
tiempo contado. No les estamos regalando nada. Detrás de los cristales la gente
llora y se ofende, aplaude a otra gente que le salvará del desastre. Sin
embargo, yo me pregunto: ¿de qué desastre nos estamos salvando?
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