martes, 15 de julio de 2014

Cuando te sientas sola

el cuchillo en realidad es un rayo atrapado
María Wine


Estaba a punto de salir al estanco a comprar una botella de vino, para celebrar la llegada de la primavera, cuando sonó el teléfono. Pensé en no contestar ya que no disponía de mucho tiempo. Pero la curiosidad por saber quién llamaba pudo más que el afán. Al otro lado de la línea el abogado Erik Göthe, asesor jurídico del matrimonio habido entre la poeta Maria Wine y el escritor Artur Lundkvist, quería darme una agradable noticia. En el testamento de la pareja, estaba estipulado que los libros en castellano que el académico Artur Lundkvist había coleccionado en vida, serían donados a quien promoviera y difundiera poetas latinoamericanos en Suecia.
—En vista de que esa tarea tú la has venido cumpliendo con tus crónicas en diversas revistas suecas dedicadas a la literatura —apuntó el abogado—, la viuda Maria Wine quiere hacerte entrega de los libros.
Agradecí con las pocas palabras que permite pronunciar la sorpresa. Aún sin salir del asombro por esta impensada herencia, acordé para ese fin de semana una cita con el jurista en su oficina ubicada en la Ciudad Vieja de Estocolmo. De allí nos desplazaríamos a Solna, al apartamento de Maria Wine, para buscar los libros.
De la vida y obra de escritor Artur Lundkvist sabía lo esencial que debe saber un estudiante de literatura sueca con especial interés en los escritores de la generación de los años 30. Que era hijo de leñadores del sur de Suecia, que al igual que la mayoría de los escritores de su época, era de espíritu inquieto y contestario, que nunca dudó a la hora de la solidaridad con la lucha de los pueblos, que aprendió a dominar el lenguaje de la creación sin dedicarle muchos días al salón de clases, que andando por los caminos de la vida entendió el lenguaje de Whitman pero también el de Rubén Darío y Balzac. Yo estaba al corriente de que Artur Lundkvist había sido nombrado miembro de la Academia Sueca y que inicialmente había desistido de tal membresía por considerarla acartonada y burguesa pero con el paso de los días la había aceptado al considerar que desde allí podía homenajear las letras de América Latina. Como en efecto sucedió. Asturias, Neruda, García Márquez y Octavio Paz son de su pujanza.
Mis conocimientos acerca de Maria Wine eran más precarios, no iban más allá de las hablillas que se forman en los corrillos literarios. Que era de origen danés y de joven había sido más bella que una valquiria. Su vida afectiva la había iniciado a los 23 años, en una relación borrascosa con Artur Lundkvist. Por lo demás, no hacía mucho tiempo la había escuchado en un recital que había ofrecido en el pueblo de Nässjö, ya viuda y con el otoño de la vida a cuestas.
Así las cosas, pensé que lo mejor sería adquirir conocimientos acerca de ella, para no pasar las penas del purgatorio a la hora de encontrarla. Consulté libros y pregunté a un par de personas que la conocían personalmente. Justamente, Karla María Petersen, como fue llamada después de su nacimiento el 8 de julio de 1912 en Copenhague, tuvo una penosa infancia por culpa de los prejuicios sociales de la época. Su existencia estuvo marcada por ser hija extramatrimonial del prominente político kobmendense Karl Kiefer y de una bella fulana cuyo nombre nadie recuerda. A la edad de cuatro años su madre la entregó a una casa de asistencia parvularia de donde fue adoptada al cumplir los 10 años por una pareja danesa sin hijos. Su adolescencia la pasó a la sombra del mundo, llena de incertidumbres e inseguridades. A la edad de 18 años pudo a hurtadillas encontrar por primera vez a su padre en un lujoso restaurante de Copenhague. De ese fugaz encuentro quedó impregnada, en su memoria, la forma croissant de los bigotes del progenitor, y en su nariz, el aroma de los puros cubanos que él fumaba. Sus primeros pasos laborales los ejecutó como cajera en una óptica. Entonces su vida se enredó entre el hastío y la rutina. Del trabajo a la casa de sus padres putativos y de allí a la óptica. Otoño tras otoño.

María Wine en su apartamento.
Foto Víctor Rojas


Sin embargo, en el verano de 1936 resolvió, con un poco de desconfianza, ir a pasar vacaciones al balneario de Rörvig. Fue la primera vez en su vida que osó probar sus alas al viento. En el tren intercambió algunas palabras con un joven meditabundo que se desplazaba para el mismo lugar, con una pesada máquina de escribir. Fue él quien la ayudó a encontrar la posada que había reservado para pasar sus días de descanso. A la semana regresó a Copenhague sin mayor novedad que la de llevar en su cartera anotado el nombre del joven al cual le escribió una tímida carta de agradecimiento. Y así, sin más ni menos, se inicio un intenso intercambio de misivas. Valga recordar que por esa época, tiempos de antes de la guerra, los grandes amores eran llevados en esquelas por sonrientes carteros montados en ruidosas bicicletas. Así que el dueño de la máquina de escribir, el poeta Artur Lundkvist, y Karla María Petersen no fueron ajenos a dicho fenómeno y antes de finalizar el año estaban contrayendo matrimonio en la casa del ayuntamiento de Copenhague. De esa manera Artur Lundkvist separaba parcialmente sábanas con la encantadora Imgard Pingel, traductora de profesión, entre otras obras de la novela La vorágine del colombiano José Eustacio Rivera, y madre del escritor e incansable viajero Lasse Söderberg. Pero eso ya hace parte de otras habladillas, no menos apasionantes.
Los recién casados se establecieron en la capital danesa pero al poco tiempo Artur Lundkvist sintió nostalgia de la vida literaria en Suecia y regresó a Estocolmo. Maria retornó a casa de sus padres adoptivos a la espera de que su marido consiguiera vivienda para poder reunificarse con él. Es por esta época en que los sentimientos de amor y de abandono a medias la buscan para ser vestidos como primigenios poemas. En la plenitud del otoño de 1937, María se reencuentra con su esposo en la capital sueca sin siquiera presentir que la mayoría de los espíritus inquietos no muere en la tierra que los vio nacer. En su nuevo lugar de residencia no quiere ser carga para nadie y menos para su esposo que apenas si devenga para pagar el arriendo, comprar hojas de papel y cintas para la máquina de escribir. Entonces se entrega a buscar trabajo. Sabe de una vacante como vendedora de tiquetes de los teatros y la solicita pero no es aceptada por su poco conocimiento del idioma sueco. Prueba con ingenuidad como modelo de una casa de modas mas en la primera exposición descubre que esa es una vida despiadada,  llena de intrigas y  celos profesionales. Resignada se consagra mejor a escribir poemas, los cuales escribe una mitad en sueco y la otra mitad en danés.










Víctor Rojas y María Wine. Foto: Erik Göthe



Así transcurren las semanas hasta que un día cualquiera Artur Lundkvist decide viajar a París en busca de libros, películas y contactos surrealistas que amplíen su mundo literario. María, que ya sabe de los vientos de oscuras soledades, le pide ayuda por primera y última vez a su poderoso padre para poder viajar al pie de su amado esposo. En la Ciudad Luz la pareja vive en un pulgoso hospedaje del Barrio Latino mientras se dedica a encontrar personajes del mundo intelectual y artístico. Visitaron a Henry Miller, recién dejado de vivir debajo de los puentes, y con él se tomaron una garrafa de vino barato. Escucharon al comprometido Paul Eluard hablar de sus poemas de amor y de su expulsión del Partido Comunista Francés. Visitaron exposiciones tanto de artistas en ciernes como de consagrados pintores. Vieron películas en teatros de reestrenos. Se abstuvieron de visitar restaurantes de propinas obligadas. Compraron para alegrar la vida vinos de bajo costo y quesos de precios módicos.  En fin… París no fue para María la ciudad soñada sino un lugar habitado por la miseria, por gente paupérrima tirada en las aceras robándole un poco de calor a los escapes  de vapor subterráneo de las edificaciones.

De regreso a Estocolmo la pareja se hospeda en casa del poeta Erik Lindegren pero al poco tiempo Artur Lundkvist parte para Noruega donde es sorprendido por la invasión nazi y para colmo de males, puesto tras las rejas acusado de espionaje. Después de un intenso interrogatorio fue deportado a Suecia, salvándose, con ayuda del Ángel de los trotamundos, de las garras fascistas. Pero como la guerra con todos tenía que ver, más con los neutrales, pronto fue llamado a tres meses de acuartelamiento de reservistas. Mientras tanto María empezaba a comprender que su relación con él se enfilaba únicamente por los senderos de las lealtades espirituales, esas que permiten que el grito de la carne sea apagado con caricias ajenas. En consecuencia, se entrega a los encuentros furtivos en noches invernales y consiente que los dedos de un pianista tecleen su piel hasta hacerla burbujear. Queda embarazada y la suerte de la dadora de sus días parece volver a repetirse. Pero después de permanecer una semana en una clínica de mujeres todo vuelve a la normalidad. Artur prosigue sus inacabables viajes y ella se entrega de nuevo a escribir cartas de amor puestas a los vientos que recorren todos los rincones del mundo.
Sin tener nada claro diferente al sentimiento de ser la mujer del marinero que besa y se va, María se dedica a compartir la rutina de los días con su reducido grupo de amigos, casi todos escritores de versos, Gunnar Ekelöf, Maj Strindberg, Harry Martinsson. Uno que otro amor clandestino espera en la puerta de su apartamento a la luz de la luna. No importa que sea diplomático venezolano, espía ruso o galerista de pintores sin mecenas. Los cañonazos de la guerra retumban sin cesar por todo Europa cuando aparece su primer libro de poemas, El viento de la oscuridad. Es en este punto donde ella empieza a comprender que no se puede hablar de grandes amores si no se entiende la importancia de las periódicas separaciones. El amor debe volar sin llevar en sus alas las plumas de la posesión corporal, del ser dueño del otro. Lealtad y no fidelidad es el primer dilema que deben enfrentar los amantes libres. Así que por el momento dejemos a Artur Lundkvist recorriendo las ciudades que circundan la cadena montañosa de Los Andes y sus primas La Sierra Nevada, la Sierra Maestra, La Sierra Morena y la Sierra Madre. Y a María Wine, tratando de atrapar su propia sombra con otros dedos en hoteles de París, Berna, Londres y Berlín. Ya volverá la reunificación y la dimensión del verdadero amor. Mientras tanto, hagámosle espacio para el poema que la visita y que resume su existencia:

Dos horas son todo lo que quiere sacrificar en una noche de amor, no lo dice, pero lo hace, nunca olvida el reloj. Poco, muy poco me importan las horas cuando amo, escasamente me interesa la habitación, las personas a mi alrededor, cuando amo. Me gustan los hombres, amo amar y ser amada, y me encanta ver mujeres hermosas. Son tan bellas cuando hacen sus pequeños viajes sumidas en sus pensamientos, cuánto no me gustaría ayudarlas y llevarlas al país de sus sueños.

Llegado el día sábado del encuentro con el abogado, me levanté temprano dispuesto a devorar los trescientos y pucho de kilómetros que separan la ciudad donde vivo de Estocolmo. En el baúl de mi viejo carro llevaba desarmadas cuatro cajas de cartón donde pensaba guardar los libros que me habían regalado. Llegué a tiempo a pesar de que me entretuve en varios expendios de gasolina para controlarle el agua y los aceites al auto. Después de pasar por una tienda, donde el abogado compró harina de trigo, un pote de dulce de bayas silvestres y crema de leche, continuamos hacia el apartamento de la poeta.
—Le prometí a Maria que para el tentempié le prepararía obleas, le encantan —dijo el jurista a manera de disculpa del porqué de la compra.
Arribamos. Fue la propia viuda quien abrió la puerta. Se saludó de beso en la mejilla con Erik Göthe y de inmediato como si me conociera de antes me abrazó y me invitó a seguir. Pasamos a la sala. No pude evitar la sensación de que estaba soñando. En ese mismo lugar habían estado los grandes maestros de la literatura latinoamericana. En una cola de segundo escuché una ruidosa carcajada de Gabriel García Márquez y unas palabras sosegadas de Octavio Paz. Allí, como si todavía estuviera esperando las nalgas de su dueño, el sillón donde Artur Lundkvist acostumbraba a leer nos miraba. A propósito, el carpintero que hizo el sillón nunca debió presentir que su obra se inmortalizaría en el mundo poético. Así le confiaba María Wine su desolación a este inclinado mueble de madera:

Ella siguió viviendo su vida
en la habitación donde él había muerto
y siguió respirando eternamente
sus póstumos suspiros
recapacitando sobre los últimos
pensamientos que él rumió
Se enfundaba en sus ropas
se acomodaba en su sillón
y leía una y otra vez
el último de los libros que él había leído
pero nunca pasaba de la página
a la que él había llegado

Como si se encontrara en su propia casa, el abogado se metió a la cocina a preparar las obleas. Mientras tanto Maria Wine me condujo a la habitación donde trabajaba Artur Lundkvist.
—Ven, vamos a ver los libros —dijo.
Efectivamente se veía que era un sobrio lugar de trabajo. Una máquina de escribir con cinta a medio usar reposaba sobre macizo escritorio bien cuidado y secundado por una cómoda silla. ¡Y una pared de por lo menos doce metros cuadrados de libros! Sería de magos meter toda esa cantidad de obras en cuatro cajas de cartón. En fin, a donde quiera que mandará la mirada sobre los lomos de los textos, me estrellada con un nombre conocido. Jorge Amado, Jorge Carrera Andrade, Rómulo Gallegos, Salomón de la Selva, Carlos Drummond de Andrade, Pablo de Roca, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Isabel Allende, Vargas Llosa, Jorge Luis Borges. Fue al descubrir al escritor argentino que una inquietud me asaltó en forma de pregunta.
—María, se dice que Borges no recibió el premio Nóbel de literatura por haber ido a orinar cuando Artur Lundkvist estaba leyendo un poema. ¿Es cierto?
La poeta sonrió tímidamente. Creo que la pregunta la tomó de sorpresa porque me pidió que la repitiera. La sentí buscar datos en su memoria.
—No —dijo—, la gente inventa cosas. Artur siempre habló bien de Borges, lo tradujo. Pero pesaba más la amistad que Artur tenía con Pablo Neruda quien había manifestado que el premio Nóbel a Borges no sería visto con buenos ojos.

Como sea, no le puse en ese momento mucho cuidado a la respuesta de María Wine. Maravillado tomé al azar un libro que resultó desgajado, carecía de la contraportada. Era ni más ni menos que La hojarasca de Gabriel García Márquez, y la novela tenía una sencilla dedicación con tinta negra de la cual la emoción no me permitió retener a cabalidad en la memoria. Abrí otros libros y pude constatar que también estaban dedicados al académico. No sé qué pensaría la poetisa al verme tan eufórico por lo que me estaba pasando. Al fin y al cabo, de un momento a otro resulté sentado en la silla del escritorio. Quise levantarme al creer que estaba cometiendo un acto indebido pero María Wine se apresuró a decirme:
—Tranquilo, puedes curiosear.
Espiché una tecla de la máquina de escribir y como si yo fuera el propio Artur Lundkvist, abrí la gaveta superior del escritorio. Había allí un rollo de papel mantequilla que no me acuerdo si lo desenrollé por incontenible impulso o con la venía de la poeta. Resultó ser un diploma de rango doctor honoris causa otorgado por la Universidad de Uppsala a Artur Lundkvist. Volví a dejarlo como estaba, apretujado con una goma de caucho a punto de romperse. Por supuesto que no pude dejar de seguir abriendo los cajones. En otro encontré semioculta por una perforadora de papel una medalla tricolor.
—¡Los colores de la bandera colombiana! —exclamé.
María Wine se acercó, colgó la medalla entre sus dedos y recordando con esfuerzo puntualizó:
—Ese es un regalo que le trajo García Márquez a mi esposo. El día que le dieron el premio Nóbel vino a visitarnos y traía la medalla colgada al cuello. Al saludar a Artur se la quitó y le dijo: Toma, esta te pertenece por haberme hecho mundialmente famoso.

(La foto que María me regaló).
Gabriel García Márquez, María Wine y Artur Lundkvist.
Foto Patricio Salinas


Me levanté de la silla y antes de lograr articular una nueva frase, María me invitó a la habitación contigua, su lugar de trabajo. También dominaba el ambiente una ordenada biblioteca de libros escritos en danés y en sueco. Sobre un escritorio descansaba una hoja de papel con anotaciones. Supuse era uno de sus poemas en remojo. En un rincón de la habitación sobre un pedestal descansaba un arrume de fotografías. Me animé a fisgonear. La mayoría de las imágenes era de la pareja en diferentes partes del mundo, acompañada de renombrados escritores. Uno de esos retratos atestiguaba la visita que Gabriel García Márquez les hizo en el apartamento y del cual María al verme ensimismado mirándola me dijo que si me interesaba podía regalármelo. Le di un abrazo de agradecimiento. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando encontré refundida entre las fotos una elegante servilleta donde estaba escrita con pluma parker y en inglés:

María,

cuando te sientas sola
llámame
aunque tú sabes que no tengo teléfono.

Con todo mi corazón,
Pablo Neruda.

Iba a preguntarle a María Wine si podía regalarme la servilleta cuando el abogado apareció para decirnos que el piscolabis estaba servido. Pasamos a la sala y allí, devorando obleas le dije a la poeta y al abogado que me sentía orgulloso por haberme tenido en cuenta como heredero de la biblioteca, pero que esos libros tenían tanto valor histórico que mal haría yo en llevarlos para mi casa así nomás. Quedamos en que pronto les haría llegar una propuesta acerca de lo que se debería hacer con la biblioteca de Artur Lundkvist.
Un buen rato después el abogado y yo abandonamos el apartamento de María Wine. Al cerrar la puerta tuve la sensación que a mis espaldas quedaba una bondadosa mujer cuyo papel en la vida había sido como un cuchillo de doble filo: de un corte, una poeta profunda y, del otro, un ser bello condenado a hacerle compañía a la soledad. 



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