el cuchillo en realidad
es un rayo atrapado
María
Wine
Estaba a punto de salir al
estanco a comprar una botella de vino, para celebrar la llegada de la primavera,
cuando sonó el teléfono. Pensé en no contestar ya que no disponía de mucho
tiempo. Pero la curiosidad por saber quién llamaba pudo más que el afán. Al
otro lado de la línea el abogado Erik Göthe, asesor jurídico del matrimonio
habido entre la poeta Maria Wine y el escritor Artur Lundkvist, quería darme
una agradable noticia. En el testamento de la pareja, estaba estipulado que los
libros en castellano que el académico Artur Lundkvist había coleccionado en
vida, serían donados a quien promoviera y difundiera poetas latinoamericanos en
Suecia.
—En vista de que esa tarea tú
la has venido cumpliendo con tus crónicas en diversas revistas suecas dedicadas
a la literatura —apuntó el abogado—, la viuda Maria Wine quiere hacerte entrega
de los libros.
Agradecí con las pocas
palabras que permite pronunciar la sorpresa. Aún sin salir del asombro por esta
impensada herencia, acordé para ese fin de semana una cita con el jurista en su
oficina ubicada en la Ciudad Vieja de Estocolmo. De allí nos desplazaríamos a
Solna, al apartamento de Maria Wine, para buscar los libros.
De la vida y obra de escritor
Artur Lundkvist sabía lo esencial que debe saber un estudiante de literatura
sueca con especial interés en los escritores de la generación de los años 30. Que
era hijo de leñadores del sur de Suecia, que al igual que la mayoría de los
escritores de su época, era de espíritu inquieto y contestario, que nunca dudó
a la hora de la solidaridad con la lucha de los pueblos, que aprendió a dominar
el lenguaje de la creación sin dedicarle muchos días al salón de clases, que
andando por los caminos de la vida entendió el lenguaje de Whitman pero también
el de Rubén Darío y Balzac. Yo estaba al corriente de que Artur Lundkvist había
sido nombrado miembro de la Academia Sueca y que inicialmente había desistido
de tal membresía por considerarla acartonada y burguesa pero con el paso de los
días la había aceptado al considerar que desde allí podía homenajear las letras
de América Latina. Como en efecto sucedió. Asturias, Neruda, García Márquez y
Octavio Paz son de su pujanza.
Mis conocimientos acerca de
Maria Wine eran más precarios, no iban más allá de las hablillas que se forman
en los corrillos literarios. Que era de origen danés y de joven había sido más
bella que una valquiria. Su vida afectiva la había iniciado a los 23 años, en
una relación borrascosa con Artur Lundkvist. Por lo demás, no hacía mucho
tiempo la había escuchado en un recital que había ofrecido en el pueblo de
Nässjö, ya viuda y con el otoño de la vida a cuestas.
Así las cosas, pensé que lo
mejor sería adquirir conocimientos acerca de ella, para no pasar las penas del
purgatorio a la hora de encontrarla. Consulté libros y pregunté a un par de
personas que la conocían personalmente. Justamente, Karla María Petersen, como
fue llamada después de su nacimiento el 8 de julio de 1912 en Copenhague, tuvo
una penosa infancia por culpa de los prejuicios sociales de la época. Su
existencia estuvo marcada por ser hija extramatrimonial del prominente político
kobmendense Karl Kiefer y de una bella fulana cuyo nombre nadie recuerda. A la
edad de cuatro años su madre la entregó a una casa de asistencia parvularia de
donde fue adoptada al cumplir los 10 años por una pareja danesa sin hijos. Su
adolescencia la pasó a la sombra del mundo, llena de incertidumbres e
inseguridades. A la edad de 18 años pudo a hurtadillas encontrar por primera
vez a su padre en un lujoso restaurante de Copenhague. De ese fugaz encuentro
quedó impregnada, en su memoria, la forma croissant de los bigotes del progenitor,
y en su nariz, el aroma de los puros cubanos que él fumaba. Sus primeros pasos
laborales los ejecutó como cajera en una óptica. Entonces su vida se enredó
entre el hastío y la rutina. Del trabajo a la casa de sus padres putativos y de
allí a la óptica. Otoño tras otoño.
María Wine en su apartamento.
Foto Víctor Rojas
Foto Víctor Rojas
Los recién casados se
establecieron en la capital danesa pero al poco tiempo Artur Lundkvist sintió
nostalgia de la vida literaria en Suecia y regresó a Estocolmo. Maria retornó a
casa de sus padres adoptivos a la espera de que su marido consiguiera vivienda
para poder reunificarse con él. Es por esta época en que los sentimientos de
amor y de abandono a medias la buscan para ser vestidos como primigenios
poemas. En la plenitud del otoño de 1937, María se reencuentra con su esposo en
la capital sueca sin siquiera presentir que la mayoría de los espíritus
inquietos no muere en la tierra que los vio nacer. En su nuevo lugar de
residencia no quiere ser carga para nadie y menos para su esposo que apenas si
devenga para pagar el arriendo, comprar hojas de papel y cintas para la máquina
de escribir. Entonces se entrega a buscar trabajo. Sabe de una vacante como
vendedora de tiquetes de los teatros y la solicita pero no es aceptada por su
poco conocimiento del idioma sueco. Prueba con ingenuidad como modelo de una
casa de modas mas en la primera exposición descubre que esa es una vida
despiadada, llena de intrigas y celos profesionales. Resignada se consagra
mejor a escribir poemas, los cuales escribe una mitad en sueco y la otra mitad
en danés.
Víctor Rojas y María Wine. Foto: Erik Göthe
Así transcurren las semanas hasta que un día cualquiera Artur Lundkvist decide viajar a París en busca de libros, películas y contactos surrealistas que amplíen su mundo literario. María, que ya sabe de los vientos de oscuras soledades, le pide ayuda por primera y última vez a su poderoso padre para poder viajar al pie de su amado esposo. En la Ciudad Luz la pareja vive en un pulgoso hospedaje del Barrio Latino mientras se dedica a encontrar personajes del mundo intelectual y artístico. Visitaron a Henry Miller, recién dejado de vivir debajo de los puentes, y con él se tomaron una garrafa de vino barato. Escucharon al comprometido Paul Eluard hablar de sus poemas de amor y de su expulsión del Partido Comunista Francés. Visitaron exposiciones tanto de artistas en ciernes como de consagrados pintores. Vieron películas en teatros de reestrenos. Se abstuvieron de visitar restaurantes de propinas obligadas. Compraron para alegrar la vida vinos de bajo costo y quesos de precios módicos. En fin… París no fue para María la ciudad soñada sino un lugar habitado por la miseria, por gente paupérrima tirada en las aceras robándole un poco de calor a los escapes de vapor subterráneo de las edificaciones.
De regreso a Estocolmo la
pareja se hospeda en casa del poeta Erik Lindegren pero al poco tiempo Artur
Lundkvist parte para Noruega donde es sorprendido por la invasión nazi y para
colmo de males, puesto tras las rejas acusado de espionaje. Después de un
intenso interrogatorio fue deportado a Suecia, salvándose, con ayuda del Ángel
de los trotamundos, de las garras fascistas. Pero como la guerra con todos
tenía que ver, más con los neutrales, pronto fue llamado a tres meses de acuartelamiento
de reservistas. Mientras tanto María empezaba a comprender que su relación con él
se enfilaba únicamente por los senderos de las lealtades espirituales, esas que
permiten que el grito de la carne sea apagado con caricias ajenas. En
consecuencia, se entrega a los encuentros furtivos en noches invernales y consiente
que los dedos de un pianista tecleen su piel hasta hacerla burbujear. Queda
embarazada y la suerte de la dadora de sus días parece volver a repetirse. Pero
después de permanecer una semana en una clínica de mujeres todo vuelve a la
normalidad. Artur prosigue sus inacabables viajes y ella se entrega de nuevo a
escribir cartas de amor puestas a los vientos que recorren todos los rincones
del mundo.
Sin tener nada claro diferente
al sentimiento de ser la mujer del marinero que besa y se va, María se dedica a
compartir la rutina de los días con su reducido grupo de amigos, casi todos
escritores de versos, Gunnar Ekelöf, Maj Strindberg, Harry Martinsson. Uno que
otro amor clandestino espera en la puerta de su apartamento a la luz de la
luna. No importa que sea diplomático venezolano, espía ruso o galerista de
pintores sin mecenas. Los cañonazos de la guerra retumban sin cesar por todo
Europa cuando aparece su primer libro de poemas, El viento de la oscuridad. Es en este punto donde ella empieza a
comprender que no se puede hablar de grandes amores si no se entiende la
importancia de las periódicas separaciones. El amor debe volar sin llevar en
sus alas las plumas de la posesión corporal, del ser dueño del otro. Lealtad y
no fidelidad es el primer dilema que deben enfrentar los amantes libres. Así
que por el momento dejemos a Artur Lundkvist recorriendo las ciudades que
circundan la cadena montañosa de Los Andes y sus primas La Sierra Nevada, la
Sierra Maestra, La Sierra Morena y la Sierra Madre. Y a María Wine, tratando de
atrapar su propia sombra con otros dedos en hoteles de París, Berna, Londres y Berlín.
Ya volverá la reunificación y la dimensión del verdadero amor. Mientras tanto, hagámosle
espacio para el poema que la visita y que resume su existencia:
Dos horas son todo lo que
quiere sacrificar en una noche de amor, no lo dice, pero lo hace, nunca olvida el
reloj. Poco, muy poco me importan las horas cuando amo, escasamente me interesa
la habitación, las personas a mi alrededor, cuando amo. Me gustan los hombres,
amo amar y ser amada, y me encanta ver mujeres hermosas. Son tan bellas cuando
hacen sus pequeños viajes sumidas en sus pensamientos, cuánto no me gustaría ayudarlas
y llevarlas al país de sus sueños.
Llegado el día sábado del
encuentro con el abogado, me levanté temprano dispuesto a devorar los
trescientos y pucho de kilómetros que separan la ciudad donde vivo de
Estocolmo. En el baúl de mi viejo carro llevaba desarmadas cuatro cajas de
cartón donde pensaba guardar los libros que me habían regalado. Llegué a tiempo
a pesar de que me entretuve en varios expendios de gasolina para controlarle el
agua y los aceites al auto. Después de pasar por una tienda, donde el abogado
compró harina de trigo, un pote de dulce de bayas silvestres y crema de leche,
continuamos hacia el apartamento de la poeta.
—Le prometí a Maria que para
el tentempié le prepararía obleas, le encantan —dijo el jurista a manera de
disculpa del porqué de la compra.
Arribamos. Fue la propia viuda
quien abrió la puerta. Se saludó de beso en la mejilla con Erik Göthe y de
inmediato como si me conociera de antes me abrazó y me invitó a seguir. Pasamos
a la sala. No pude evitar la sensación de que estaba soñando. En ese mismo
lugar habían estado los grandes maestros de la literatura latinoamericana. En
una cola de segundo escuché una ruidosa carcajada de Gabriel García Márquez y
unas palabras sosegadas de Octavio Paz. Allí, como si todavía estuviera
esperando las nalgas de su dueño, el sillón donde Artur Lundkvist acostumbraba
a leer nos miraba. A propósito, el carpintero que hizo el sillón nunca debió
presentir que su obra se inmortalizaría en el mundo poético. Así le confiaba
María Wine su desolación a este inclinado mueble de madera:
Ella siguió viviendo su vida
en la habitación donde él había muerto
y siguió respirando eternamente
sus póstumos suspiros
recapacitando sobre los últimos
pensamientos que él rumió—
Se enfundaba en sus ropas
se acomodaba en su sillón
y leía una y otra vez
el último de los libros que él había leído
pero nunca pasaba de la página
a la que él había llegado—
en la habitación donde él había muerto
y siguió respirando eternamente
sus póstumos suspiros
recapacitando sobre los últimos
pensamientos que él rumió—
Se enfundaba en sus ropas
se acomodaba en su sillón
y leía una y otra vez
el último de los libros que él había leído
pero nunca pasaba de la página
a la que él había llegado—
Como si se encontrara en su
propia casa, el abogado se metió a la cocina a preparar las obleas. Mientras
tanto Maria Wine me condujo a la habitación donde trabajaba Artur Lundkvist.
—Ven, vamos a ver los libros —dijo.
Efectivamente se veía que era
un sobrio lugar de trabajo. Una máquina de escribir con cinta a medio usar
reposaba sobre macizo escritorio bien cuidado y secundado por una cómoda silla.
¡Y una pared de por lo menos doce metros cuadrados de libros! Sería de magos
meter toda esa cantidad de obras en cuatro cajas de cartón. En fin, a donde
quiera que mandará la mirada sobre los lomos de los textos, me estrellada con
un nombre conocido. Jorge Amado, Jorge Carrera Andrade, Rómulo Gallegos, Salomón
de la Selva, Carlos Drummond de Andrade, Pablo de Roca, Gabriela Mistral, Octavio
Paz, Roa Bastos, Miguel Ángel Asturias, Isabel Allende, Vargas Llosa, Jorge
Luis Borges. Fue al descubrir al escritor argentino que una inquietud me asaltó
en forma de pregunta.
—María, se dice que Borges no
recibió el premio Nóbel de literatura por haber ido a orinar cuando Artur
Lundkvist estaba leyendo un poema. ¿Es cierto?
La poeta sonrió tímidamente.
Creo que la pregunta la tomó de sorpresa porque me pidió que la repitiera. La
sentí buscar datos en su memoria.
—No —dijo—, la gente inventa
cosas. Artur siempre habló bien de Borges, lo tradujo. Pero pesaba más la
amistad que Artur tenía con Pablo Neruda quien había manifestado que el premio
Nóbel a Borges no sería visto con buenos ojos.
Como sea, no le puse en ese
momento mucho cuidado a la respuesta de María Wine. Maravillado tomé al azar un
libro que resultó desgajado, carecía de la contraportada. Era ni más ni menos
que La hojarasca de Gabriel García
Márquez, y la novela tenía una sencilla dedicación con tinta negra de la cual
la emoción no me permitió retener a cabalidad en la memoria. Abrí otros libros
y pude constatar que también estaban dedicados al académico. No sé qué pensaría
la poetisa al verme tan eufórico por lo que me estaba pasando. Al fin y al cabo,
de un momento a otro resulté sentado en la silla del escritorio. Quise
levantarme al creer que estaba cometiendo un acto indebido pero María Wine se
apresuró a decirme:
—Tranquilo, puedes curiosear.
Espiché una tecla de la
máquina de escribir y como si yo fuera el propio Artur Lundkvist, abrí la
gaveta superior del escritorio. Había allí un rollo de papel mantequilla que no
me acuerdo si lo desenrollé por incontenible impulso o con la venía de la
poeta. Resultó ser un diploma de rango doctor honoris causa otorgado por la
Universidad de Uppsala a Artur Lundkvist. Volví a dejarlo como estaba,
apretujado con una goma de caucho a punto de romperse. Por supuesto que no pude
dejar de seguir abriendo los cajones. En otro encontré semioculta por una
perforadora de papel una medalla tricolor.
—¡Los colores de la bandera
colombiana! —exclamé.
María Wine se acercó, colgó la
medalla entre sus dedos y recordando con esfuerzo puntualizó:
—Ese es un regalo que le trajo
García Márquez a mi esposo. El día que le dieron el premio Nóbel vino a
visitarnos y traía la medalla colgada al cuello. Al saludar a Artur se la quitó
y le dijo: Toma, esta te pertenece por haberme hecho mundialmente famoso.
(La foto que María me regaló).
Gabriel García Márquez, María Wine y Artur
Lundkvist.
Foto Patricio Salinas
Me levanté de la silla y antes
de lograr articular una nueva frase, María me invitó a la habitación contigua,
su lugar de trabajo. También dominaba el ambiente una ordenada biblioteca de
libros escritos en danés y en sueco. Sobre un escritorio descansaba una hoja de
papel con anotaciones. Supuse era uno de sus poemas en remojo. En un rincón de
la habitación sobre un pedestal descansaba un arrume de fotografías. Me animé a
fisgonear. La mayoría de las imágenes era de la pareja en diferentes partes del
mundo, acompañada de renombrados escritores. Uno de esos retratos atestiguaba
la visita que Gabriel García Márquez les hizo en el apartamento y del cual
María al verme ensimismado mirándola me dijo que si me interesaba podía
regalármelo. Le di un abrazo de agradecimiento. Pero cuál no sería mi sorpresa
cuando encontré refundida entre las fotos una elegante servilleta donde estaba
escrita con pluma parker y en inglés:
María,
cuando te
sientas sola
llámame
aunque tú
sabes que no tengo teléfono.
Con todo
mi corazón,
Pablo
Neruda.
Iba a preguntarle a María Wine
si podía regalarme la servilleta cuando el abogado apareció para decirnos que
el piscolabis estaba servido. Pasamos a la sala y allí, devorando obleas le
dije a la poeta y al abogado que me sentía orgulloso por haberme tenido en
cuenta como heredero de la biblioteca, pero que esos libros tenían tanto valor
histórico que mal haría yo en llevarlos para mi casa así nomás. Quedamos en que
pronto les haría llegar una propuesta acerca de lo que se debería hacer con la
biblioteca de Artur Lundkvist.
Un buen rato después el
abogado y yo abandonamos el apartamento de María Wine. Al cerrar la puerta tuve
la sensación que a mis espaldas quedaba una bondadosa mujer cuyo papel en la
vida había sido como un cuchillo de doble filo: de un corte, una poeta profunda
y, del otro, un ser bello condenado a hacerle compañía a la soledad.
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