miércoles, 8 de octubre de 2014

Lo fácil que es ir a la cárcel

Rejas. Foto internet.

Hace ya algunos años, cuando me encontraba leyendo poemas en las plazas publicas de Medellín, en los días del afamado festival de poesía, me ocurrió un inusitado encuentro. Sucedió que al bajarme del entablado de la plazoleta La Alpujarra, se me acercó una elegante mujer para que le firmara un libro. Mientras estaba escribiendo la dedicación, la señora soltó una pregunta sin siquiera tomar aire al pronunciarla:
―¿Es cierto lo que está escrito en la solapa del poemario que usted trabaja como inspector de libertad vigilada en Suecia?
Asentí, ¿por qué habría de ser mentira esa información? Enseguida la mujer me pidió que le explicara de qué se trataba mi trabajo. Por supuesto que así lo hice, con mucho gusto. A grandes rasgos le hablé del sistema penitenciario sueco y del rol que yo jugaba, como funcionario publico, en todo ese engranaje.
―Es increíble lo que usted cuenta ―profirió la mujer cuando terminé de hablar.
Al finalizar la dedicatoria, la dama, sin mostrar curiosidad por lo que le había escrito, tomó el libro y lo metió en la cartera. Como si se le hubiera hecho tarde, agradeció con una sonrisa, dio media vuelta y se enrumbó hacia alguna parte. Pero no había alcanzado a dar diez pasos cuando se devolvió dando la impresión de que algo se le había olvidado.
―Yo soy fiscal ―dijo― y eso que me acaba de contar me gustaría que se lo cuente a mis colegas.
  
Placa de inspector de libertad vigilada. Foto Simon Rojas
El caso es que al tercer día, me encontraba en las instalaciones de la Fiscalia de La Alpujarra, encima del escenario de una sala de conferencias. Todos los funcionarios públicos del lugar estaban allí reunidos para escuchar el relato espontáneo de mis experiencias laborales. Empecé presentándome tal como soy. Un bogotano que estudió leyes en la Universidad Nacional, pero que en la oscura época del Estatuto de Seguridad, tuvo que partir al exilio, acusado falsamente por los militares de un crimen ejecutado con acechanza y alevosía. No sé por qué se me ocurrió abordar de esa manera la charla. Tal vez porque nunca antes había tenido la oportunidad de contarle a fiscal alguno de los horribles y a cual más injustos sucesos que me obligaron a abandonar el país. O quizá porque inconscientemente quería dejar en claro desde un principio que la justicia en los países nórdicos no obedece en absoluto a caprichos de políticos desmesurados. O seguro quería dar a entender que la primera premisa que deben tener los tribunales debe ser la de la total independencia. Como en estas tierras vikingas, donde la persona que comete un delito no puede contar a su favor ni sus padrinos, ni su credo, ni su raza, ni su género, ni su clase y mucho menos su condición económica. Porque es así, que acá nadie sabe de “comisiones de honorables” que absuelven políticos ni de cortes militares que acusen contradictores y mucho menos de juzgados divinos que perdonen. Las mismas garantías procesales son válidas tanto para el leñador como para el médico, el cazador como el perturbado mental, el militar como el magistrado, el parlamentario como el cura, el nativo como el extranjero. En fin.
Supongamos ―dije para entrar en tema con los fiscales― que un ciudadano sueco, llamémoslo Ingvar, al llegar a su casa sorprende a un ladrón con el costal de caco repleto. Entonces el ciudadano monta en cólera y se arroja contra el manilargo y lo golpea hasta hacerle perder el conocimiento. 

Caco atrapado. Foto Internet
Al poco rato llega una radiopatrulla, que un vecino ha llamado, y uno de los policías al ver el estado lamentable en que ha quedado el ratero, llama sin pérdida de tiempo una ambulancia para que lo lleven al hospital. Eso porque en la medula espinal de los servidores públicos está impregnado el criterio de que la vida es lo más valioso que tienen los seres humanos. Ya sé que el caso que utilizo para ilustrar mi charla es inaudito pero está basado en la realidad. 







Policía en el lugar de los hechos. Foto Internet



Pues bien, mientras la ambulancia se lleva al ladrón, la policía levanta las primeras investigaciones en el lugar de los hechos. Saca fotografías, toma huellas digitales, mide espacios y husmea por todos lados. También le dice a Ingvar, quien aún está agitado por el tropel, que haga un recuento sucinto de los hechos. El dueño de la casa, como buen luterano, cuenta la verdad. Al terminar de hablar una de las policías le objeta: “¿Acaso no sabes que es de bárbaros hacer justicia por mano propia?” Luego se lo lleva, en calidad de retenido, para la comisaría donde otro sabueso, bajo la orientación del fiscal de turno, lo indagará. Al final del interrogatorio se le declara sospechoso de maltrato y el fiscal valora si es conveniente o no dejarlo en libertad. Ingvar ya empieza a entender el lío en que se ha metido por no saber contener los impulsos violentos.
Esta podríamos decir es la primera fase de la pesquisa de un delito. Nótese que sólo a la policía, bajo el mando de un fiscal, le es dado investigar el crimen. El interrogatorio es libre y espontáneo y expuesto en lugar adecuado. Nada de brigadas militares ni salas de tortura ni testigos comprados. Pero volvamos a nuestro caso. Por suerte a Ingvar lo dejaron libre mientras la investigación preliminar del acto delictivo seguía su curso normal. Más tarde y en vista de que el fiscal podía aducir pruebas fehacientes de que el incriminado había cometido el delito de lesiones personales, decide enviar el expediente al tribunal de primera instancia. Esto con el fin de que nuestro personaje sea llamado a responder por un acto delictivo. Así, sin muchos aspavientos, es superada la segunda y definitiva fase de la investigación. Por supuesto que el ladrón herido, pese a sus profundas heridas, tampoco se salva de ser inculpado, de ratería.
Así que el juzgado señala fecha y hora para la audiencia y en la misma acta de citación se le reconoce, o asigna, al acusado un abogado defensor. Además, se ordena que el Despacho de Libertad Vigilada lo entreviste con el fin de llevar a cabo una investigación de persona, la cual tiene que resultar en una propuesta de sentencia. Dicha propuesta el juez la puede aceptar o no tomar en cuenta.
A estas alturas, el proceso ha entrado en su tercera fase, que podríamos llamarla de precalentamiento para la audiencia. Pero sigamos. Por reparto me corresponde hacer esa diligencia de entrevista del sospechoso. Supongo que ya el respetado auditorio habrá notado que a pesar de que Ingvar se ha declarado culpable, se le sigue dando el trato de sospechoso, razón por la cual se debe tener cuidado de no agraviar su integridad. Ni siquiera los medios de comunicación son descuidados en ese aspecto. Ninguno da nombres propios ni demasiados detalles de lo sucedido. Por mucho dirán que un ladrón, sorprendido in fraganti dentro de una casa, fue agredido brutalmente por el dueño del inmueble. Por mi parte, toda la información que reciba de Ingvar queda protegida por la norma del secreto profesional. Si algo se me escapa hacia la vox populi, puedo terminar desempleado y en el banquillo de los acusados.
Pero no nos detengamos en minucias y continuemos. Tan pronto como recibo el caso, le envío una carta al acusado donde lo insto a que comparezca a mi oficina en la fecha y hora señaladas. Pues bien, cumplida la cita le explico, lo más pedagógico posible, quiénes somos y qué hacemos y cuál es el proceso a seguir. Enseguida paso a corroborar lo que los leguleyos boyacenses llaman generales de ley, que no es nada más ni nada menos que dejar en claro el número de identificación, la dirección, el estado civil y otras arandelas más que los sabuesos ya le han preguntado a Ingvar. En lo que sí tomo cuidadosa nota es cuando me cuenta de sus factores dinámicos. Es decir, cómo fue su niñez y crecimiento, si tiene vicio de drogas, su estado de salud tanto mental como física, a qué dedica las horas libres y, si existe, le echamos una mirada al prontuario delincuencial. Todo esto para detectar las facetas problemáticas que se deben tratar de superar durante el tiempo que dure cumpliendo la eventual condena. Si a esta altura de la investigación Ingvar dice estar cansado o tener sed, entonces hacemos una pausa o voy y le busco un vaso de agua o una taza de café. En los cursos de capacitación profesional siempre nos recuerdan que debemos dar un trato respetuoso a nuestros clientes. En todo caso, me interesa en especial que Ingvar no se sienta incómodo en la entrevista. Por eso procuro entablar con él una buena relación para poder ayudarlo de manera efectiva. Luego hablamos sobre qué tipo de sentencia sería la apropiada a recibir.
En esta oportunidad le propuse al tribunal que en caso de que Ingvar fuera hallado culpable se le sentenciará a libertad vigilada y que en la sentencia se decretará que tenía que asistir a un tratamiento de rehabilitación social donde aprendiera a contener los ímpetus violentos. De igual manera formulé que en vista de que salió a flote que mi cliente consumía bebidas embriagantes más de lo normal, se le sumará a la sentencia una medida que le ayudará a tomar conciencia sobre los riesgos que ocasiona el consumo excesivo de alcohol. Esos tratamientos y medidas, la mayoría enraizados en la psicología cognitiva, los implementamos, por lo general, nosotros mismos. Como sea, mi propuesta la motivé aduciendo que Ingvar requería de ayuda y a la vez control para no reincidir en el acto criminológico. En ese instante creo que el sospechoso empieza a entender que la sociedad no tiene ningún interés en “vengarse” obligándolo a que “se pudra en la cárcel” sino que el objetivo principal de la medida penal es que no se caiga de nuevo en el abismo del delito.
Superadas todas esas diligencias, entramos en la cuarta fase, o recta final del proceso, que es la propia audiencia. Recordemos que en las sociedades democráticas los juicios son abiertos. Cualquier persona puede asistir y escuchar lo que se ventila en una audiencia. Bueno, en algunos casos, por razones especiales, el juicio se hace a puerta cerrada. Valga anotar que aún en los juzgados más remotos del país, la sala de audiencias está dotada de todos los elementos técnicos posibles que permiten un buen desenvolvimiento del proceso penal. Por lo demás, nadie, absolutamente nadie, puede portar armas en el lugar donde un juez ha de proferir sentencia.
Pero volviendo a lo nuestro, el juez y la comisión de asuntos penales (compuesta por miembros de los partidos políticos representados en el parlamento), optaron por hacer caso omiso de mi propuesta y condenar a Ingvar a cuatro meses de cárcel.
―Vete a tu casa ―le dice el juez al culminar el juicio― y espera allí a que el Despacho de Libertad Vigilada te cite para que empieces a cumplir la pena.
En efecto, al cabo de tres semanas, tiempo en que la sentencia queda en firme si no ha sido apelada, le envió a Ingvar una carta donde lo insto a cumplir su castigo. Le informo en el mismo mensaje que en vista de que la pena no ha sido mayor de seis meses, puede solicitar  cumplirla utilizando el control digital. Se ha de suponer que con anterioridad le he explicado a Ingvar que este sistema consiste en que nosotros le instalamos en el pie una abrazadera electrónica que le permite tener la casa por cárcel. Uno de los requisitos para que esto sea posible es que Ingvar tenga que ir a trabajar o estudiar. Con el control digital podemos nosotros vigilarle sus horarios de permanencia fuera y dentro de su residencia. Valga anotar que durante el periodo en que Ingvar lleve puesta la abrazadera electrónica le está totalmente prohibido el consumo de alcohol o sustancias alucinógenas. Eso se controla con un alcohómetro o con pruebas de orina que el condenado debe dejar en los inspecciones que se le hacen a cualquier hora en casa. Como Ingvar está desempleado y carece de horarios de estudio, no tiene más remedio que ir a prisión. Así que acompañémoslo hasta su celda.


Abrazadera electrónica


Tres son los caminos que conducen a un sentenciado a la cárcel. Si tiene afán de purgar la pena, el camino más rápido es presentarse a cualquiera de las estaciones de detención preventiva con el documento de identidad y el veredicto penal en la mano. De ahí lo mandan a alguna cárcel. Si no le urge purgar cárcel, entonces elige el camino más lento que es el de esperar a que el Despacho de libertad Vigilada le haga llegar una notificación donde se le informe en cuál establecimiento penitenciario tiene cupo. Y si se vuelve reacio a cumplir condena, entonces elige el camino de herradura. Es decir, rehuye y en ese caso el Departamento de Asistencia Penitenciaria expide una orden de búsqueda y captura a la policía. Y como dicen en Boyacá, no hay tiempo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Así que quien elige este camino más temprano que tarde la policía lo captura y lo pone tras las rejas.
Ingvar eligió el segundo de los caminos. Entonces el día que le tocaba presentarse en la cárcel, se levantó temprano, buscó una novela y entre ella metió la sentencia, se despidió con un beso de su mujer, que le deseó buena suerte, miró con ternura a su hija de dos años y partió a tomar el tren. La cárcel que le correspondió era abierta, donde los presos podían estar dedicados a labores agrícolas, y quedaba en el sur de Suecia.
Al llegar a su destino, Ingvar es recibido cordialmente por una guardiana uniformada, de mirada compasiva. Las únicas armas que posee esta mujer, para utilizar en casos extremos, son un botón de alarma y un curso de defensa personal que tuvo que hacer antes de empezar a trabajar como carcelera. Pues bien, la vigilante después de haberle preguntado cómo le fue en el viaje y si desea tomar algo, lo reseña en el computador del centro penitenciario. Luego le hace una serie de preguntas tales como a quién se le puede dar información, en caso de que algo malo le suceda, qué clase de medicinas necesita y qué tipo de comida consume. Ingvar dice que es vegetariano desde muy joven, sin embargo que no puede consumir papa ya que este tubérculo le produce alergia mortal. La guardiana se asegura de que a Ingvar no le vayan a servir carnes de ninguna especie ni papa en las comidas. Inmediatamente después le informa sobre el reglamento carcelario al tiempo que le entrega un par de chanclas plásticas, cepillo de dientes, jabón y toalla. Minutos más tarde lo conduce a la celda y por el camino le explica que tiene derecho a reservar un apartamento carcelario, con la nevera llena, para que su mujer y su hija lo visiten un fin de semana.
Al llegar a la celda le aclara que esta tiene, como la ley exige, nueve metros cuadrados y está dotada con una cama sencilla, un baño, un televisor y un escritorio. Durante los días laborales deberá trabajar en la granja donde se le pagará a un dólar la hora. Por último le recuerda que al cumplir dos terceras partes de la sentencia, quedará en libertad condicional, quiéralo o no.



Como sea, al terminar de narrar mis experiencias —a vuelo de pájaro— como inspector de libertad vigilada, agradecí a los fiscales por haberme escuchado y les dije que si tenían alguna pregunta, que yo pudiera responder, que la formularan sin ningún problema. Entonces uno de los fiscales levantó la mano y dijo con convencimiento:
—Lo felicito por su fantasía. Nuestra colega nos había informado que usted es escritor.


Suecia, 8 de octubre de 2014

tector@hotmail.com

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