Rejas. Foto internet. |
Hace ya algunos años, cuando me encontraba leyendo poemas en las plazas
publicas de Medellín, en los días del afamado festival de poesía, me ocurrió un
inusitado encuentro. Sucedió que al bajarme del entablado de la plazoleta La
Alpujarra, se me acercó una elegante mujer para que le firmara un libro. Mientras
estaba escribiendo la dedicación, la señora soltó una pregunta sin siquiera
tomar aire al pronunciarla:
―¿Es cierto lo que está escrito en la solapa del poemario que usted trabaja
como inspector de libertad vigilada en Suecia?
Asentí, ¿por qué habría de ser mentira esa información? Enseguida la mujer
me pidió que le explicara de qué se trataba mi trabajo. Por supuesto que así lo
hice, con mucho gusto. A grandes rasgos le hablé del sistema penitenciario
sueco y del rol que yo jugaba, como funcionario publico, en todo ese engranaje.
―Es increíble lo que usted cuenta ―profirió la mujer cuando terminé de
hablar.
Al finalizar la dedicatoria, la dama, sin mostrar curiosidad por lo que le
había escrito, tomó el libro y lo metió en la cartera. Como si se le hubiera
hecho tarde, agradeció con una sonrisa, dio media vuelta y se enrumbó hacia
alguna parte. Pero no había alcanzado a dar diez pasos cuando se devolvió dando
la impresión de que algo se le había olvidado.
―Yo soy fiscal ―dijo― y eso que me acaba de contar me gustaría que se lo cuente
a mis colegas.
El caso es que al tercer día, me encontraba en las instalaciones de la Fiscalia
de La Alpujarra, encima del escenario de una sala de conferencias. Todos los funcionarios
públicos del lugar estaban allí reunidos para escuchar el relato espontáneo de
mis experiencias laborales. Empecé presentándome tal como soy. Un bogotano que
estudió leyes en la Universidad Nacional, pero que en la oscura época del
Estatuto de Seguridad, tuvo que partir al exilio, acusado falsamente por los
militares de un crimen ejecutado con acechanza y alevosía. No sé por qué se me
ocurrió abordar de esa manera la charla. Tal vez porque nunca antes había
tenido la oportunidad de contarle a fiscal alguno de los horribles y a cual más
injustos sucesos que me obligaron a abandonar el país. O quizá porque
inconscientemente quería dejar en claro desde un principio que la justicia en los
países nórdicos no obedece en absoluto a caprichos de políticos desmesurados. O
seguro quería dar a entender que la primera premisa que deben tener los
tribunales debe ser la de la total independencia. Como en estas tierras
vikingas, donde la persona que comete un delito no puede contar a su favor ni
sus padrinos, ni su credo, ni su raza, ni su género, ni su clase y mucho menos
su condición económica. Porque es así, que acá nadie sabe de “comisiones de
honorables” que absuelven políticos ni de cortes militares que acusen contradictores
y mucho menos de juzgados divinos que perdonen. Las mismas garantías procesales
son válidas tanto para el leñador como para el médico, el cazador como el
perturbado mental, el militar como el magistrado, el parlamentario como el
cura, el nativo como el extranjero. En fin.
Supongamos ―dije para entrar en tema con los fiscales― que un ciudadano
sueco, llamémoslo Ingvar, al llegar a su casa sorprende a un ladrón con el
costal de caco repleto. Entonces el ciudadano monta en cólera y se arroja
contra el manilargo y lo golpea hasta hacerle perder el conocimiento.
Caco atrapado. Foto Internet |
Al poco
rato llega una radiopatrulla, que un vecino ha llamado, y uno de los policías al
ver el estado lamentable en que ha quedado el ratero, llama sin pérdida de
tiempo una ambulancia para que lo lleven al hospital. Eso porque en la medula
espinal de los servidores públicos está impregnado el criterio de que la vida
es lo más valioso que tienen los seres humanos. Ya sé que el caso que utilizo
para ilustrar mi charla es inaudito pero está basado en la realidad.
Pues bien, mientras la ambulancia se lleva al ladrón, la policía levanta
las primeras investigaciones en el lugar de los hechos. Saca fotografías, toma
huellas digitales, mide espacios y husmea por todos lados. También le dice a Ingvar,
quien aún está agitado por el tropel, que haga un recuento sucinto de los
hechos. El dueño de la casa, como buen luterano, cuenta la verdad. Al terminar
de hablar una de las policías le objeta: “¿Acaso no sabes que es de bárbaros
hacer justicia por mano propia?” Luego se lo lleva, en calidad de retenido,
para la comisaría donde otro sabueso, bajo la orientación del fiscal de turno, lo
indagará. Al final del interrogatorio se le declara sospechoso de maltrato y el
fiscal valora si es conveniente o no dejarlo en libertad. Ingvar ya empieza a
entender el lío en que se ha metido por no saber contener los impulsos
violentos.
Esta podríamos decir es la primera fase de la pesquisa de un delito. Nótese
que sólo a la policía, bajo el mando de un fiscal, le es dado investigar el
crimen. El interrogatorio es libre y espontáneo y expuesto en lugar adecuado. Nada
de brigadas militares ni salas de tortura ni testigos comprados. Pero volvamos
a nuestro caso. Por suerte a Ingvar lo dejaron libre mientras la investigación
preliminar del acto delictivo seguía su curso normal. Más tarde y en vista de
que el fiscal podía aducir pruebas fehacientes de que el incriminado había
cometido el delito de lesiones personales, decide enviar el expediente al tribunal
de primera instancia. Esto con el fin de que nuestro personaje sea llamado a responder
por un acto delictivo. Así, sin muchos aspavientos, es superada la segunda y
definitiva fase de la investigación. Por supuesto que el ladrón herido, pese a
sus profundas heridas, tampoco se salva de ser inculpado, de ratería.
Así que el juzgado señala fecha y hora para la audiencia y en la misma acta
de citación se le reconoce, o asigna, al acusado un abogado defensor. Además,
se ordena que el Despacho de Libertad Vigilada lo entreviste con el fin de llevar
a cabo una investigación de persona, la cual tiene que resultar en una propuesta
de sentencia. Dicha propuesta el juez la puede aceptar o no tomar en cuenta.
A estas alturas, el proceso ha entrado en su tercera fase, que podríamos
llamarla de precalentamiento para la audiencia. Pero sigamos. Por reparto me
corresponde hacer esa diligencia de entrevista del sospechoso. Supongo que ya
el respetado auditorio habrá notado que a pesar de que Ingvar se ha declarado
culpable, se le sigue dando el trato de sospechoso, razón por la cual se debe
tener cuidado de no agraviar su integridad. Ni siquiera los medios de
comunicación son descuidados en ese aspecto. Ninguno da nombres propios ni
demasiados detalles de lo sucedido. Por mucho dirán que un ladrón, sorprendido in fraganti dentro de una casa, fue
agredido brutalmente por el dueño del inmueble. Por mi parte, toda la
información que reciba de Ingvar queda protegida por la norma del secreto
profesional. Si algo se me escapa hacia la vox
populi, puedo terminar desempleado y en el banquillo de los acusados.
Pero no nos detengamos en minucias y continuemos. Tan pronto como recibo el
caso, le envío una carta al acusado donde lo insto a que comparezca a mi
oficina en la fecha y hora señaladas. Pues bien, cumplida la cita le explico,
lo más pedagógico posible, quiénes somos y qué hacemos y cuál es el proceso a
seguir. Enseguida paso a corroborar lo que los leguleyos boyacenses llaman
generales de ley, que no es nada más ni nada menos que dejar en claro el número
de identificación, la dirección, el estado civil y otras arandelas más que los
sabuesos ya le han preguntado a Ingvar. En lo que sí tomo cuidadosa nota es
cuando me cuenta de sus factores dinámicos. Es decir, cómo fue su niñez y
crecimiento, si tiene vicio de drogas, su estado de salud tanto mental como
física, a qué dedica las horas libres y, si existe, le echamos una mirada al
prontuario delincuencial. Todo esto para detectar las facetas problemáticas que
se deben tratar de superar durante el tiempo que dure cumpliendo la eventual condena.
Si a esta altura de la investigación Ingvar dice estar cansado o tener sed,
entonces hacemos una pausa o voy y le busco un vaso de agua o una taza de café.
En los cursos de capacitación profesional siempre nos recuerdan que debemos dar
un trato respetuoso a nuestros clientes. En todo caso, me interesa en especial
que Ingvar no se sienta incómodo en la entrevista. Por eso procuro entablar con
él una buena relación para poder ayudarlo de manera efectiva. Luego hablamos
sobre qué tipo de sentencia sería la apropiada a recibir.
En esta oportunidad le propuse al tribunal que en caso de que Ingvar fuera hallado
culpable se le sentenciará a libertad vigilada y que en la sentencia se decretará
que tenía que asistir a un tratamiento de rehabilitación social donde aprendiera
a contener los ímpetus violentos. De igual manera formulé que en vista de que
salió a flote que mi cliente consumía bebidas embriagantes más de lo normal, se
le sumará a la sentencia una medida que le ayudará a tomar conciencia sobre los
riesgos que ocasiona el consumo excesivo de alcohol. Esos tratamientos y
medidas, la mayoría enraizados en la psicología cognitiva, los implementamos,
por lo general, nosotros mismos. Como sea, mi propuesta la motivé aduciendo que
Ingvar requería de ayuda y a la vez control para no reincidir en el acto
criminológico. En ese instante creo que el sospechoso empieza a entender que la
sociedad no tiene ningún interés en “vengarse” obligándolo a que “se pudra en
la cárcel” sino que el objetivo principal de la medida penal es que no se caiga
de nuevo en el abismo del delito.
Superadas todas esas diligencias, entramos en la cuarta fase, o recta final
del proceso, que es la propia audiencia. Recordemos que en las sociedades
democráticas los juicios son abiertos. Cualquier persona puede asistir y
escuchar lo que se ventila en una audiencia. Bueno, en algunos casos, por
razones especiales, el juicio se hace a puerta cerrada. Valga anotar que aún en
los juzgados más remotos del país, la sala de audiencias está dotada de todos
los elementos técnicos posibles que permiten un buen desenvolvimiento del proceso
penal. Por lo demás, nadie, absolutamente nadie, puede portar armas en el lugar
donde un juez ha de proferir sentencia.
Pero volviendo a lo nuestro, el juez y la comisión de asuntos penales
(compuesta por miembros de los partidos políticos representados en el
parlamento), optaron por hacer caso omiso de mi propuesta y condenar a Ingvar a
cuatro meses de cárcel.
―Vete a tu casa ―le dice el juez al culminar el juicio― y espera allí a que
el Despacho de Libertad Vigilada te cite para que empieces a cumplir la pena.
En efecto, al cabo de tres semanas, tiempo en que la sentencia queda en
firme si no ha sido apelada, le envió a Ingvar una carta donde lo insto a
cumplir su castigo. Le informo en el mismo mensaje que en vista de que la pena
no ha sido mayor de seis meses, puede solicitar
cumplirla utilizando el control digital. Se ha de suponer que con
anterioridad le he explicado a Ingvar que este sistema consiste en que nosotros
le instalamos en el pie una abrazadera electrónica que le permite tener la casa
por cárcel. Uno de los requisitos para que esto sea posible es que Ingvar tenga
que ir a trabajar o estudiar. Con el control digital podemos nosotros vigilarle
sus horarios de permanencia fuera y dentro de su residencia. Valga anotar que durante
el periodo en que Ingvar lleve puesta la abrazadera electrónica le está
totalmente prohibido el consumo de alcohol o sustancias alucinógenas. Eso se
controla con un alcohómetro o con pruebas de orina que el condenado debe dejar
en los inspecciones que se le hacen a cualquier hora en casa. Como Ingvar está
desempleado y carece de horarios de estudio, no tiene más remedio que ir a
prisión. Así que acompañémoslo hasta su celda.
Abrazadera electrónica |
Tres son los caminos que conducen a un sentenciado a la cárcel. Si tiene
afán de purgar la pena, el camino más rápido es presentarse a cualquiera de las
estaciones de detención preventiva con el documento de identidad y el veredicto
penal en la mano. De ahí lo mandan a alguna cárcel. Si no le urge purgar cárcel,
entonces elige el camino más lento que es el de esperar a que el Despacho de
libertad Vigilada le haga llegar una notificación donde se le informe en cuál establecimiento
penitenciario tiene cupo. Y si se vuelve reacio a cumplir condena, entonces
elige el camino de herradura. Es decir, rehuye y en ese caso el Departamento de
Asistencia Penitenciaria expide una orden de búsqueda y captura a la policía. Y
como dicen en Boyacá, no hay tiempo que no se cumpla ni deuda que no se pague.
Así que quien elige este camino más temprano que tarde la policía lo captura y
lo pone tras las rejas.
Ingvar eligió el segundo de los caminos. Entonces el día que le tocaba
presentarse en la cárcel, se levantó temprano, buscó una novela y entre ella
metió la sentencia, se despidió con un beso de su mujer, que le deseó buena
suerte, miró con ternura a su hija de dos años y partió a tomar el tren. La
cárcel que le correspondió era abierta, donde los presos podían estar dedicados
a labores agrícolas, y quedaba en el sur de Suecia.
Al llegar a su destino, Ingvar es recibido cordialmente por una guardiana
uniformada, de mirada compasiva. Las únicas armas que posee esta mujer, para
utilizar en casos extremos, son un botón de alarma y un curso de defensa
personal que tuvo que hacer antes de empezar a trabajar como carcelera. Pues bien, la vigilante después de haberle preguntado cómo le fue en el
viaje y si desea tomar algo, lo reseña en el computador del centro
penitenciario. Luego le hace una serie de preguntas tales como a quién se le
puede dar información, en caso de que algo malo le suceda, qué clase de
medicinas necesita y qué tipo de comida consume. Ingvar dice que es vegetariano
desde muy joven, sin embargo que no puede consumir papa ya que este tubérculo
le produce alergia mortal. La guardiana se asegura de que a Ingvar no le vayan
a servir carnes de ninguna especie ni papa en las comidas. Inmediatamente
después le informa sobre el reglamento carcelario al tiempo que le entrega un
par de chanclas plásticas, cepillo de dientes, jabón y toalla. Minutos más
tarde lo conduce a la celda y por el camino le explica que tiene derecho a reservar
un apartamento carcelario, con la nevera llena, para que su mujer y su hija lo
visiten un fin de semana.
Al llegar a la celda le aclara que esta tiene, como la ley exige, nueve
metros cuadrados y está dotada con una cama sencilla, un baño, un televisor y
un escritorio. Durante los días laborales deberá trabajar en la granja donde se
le pagará a un dólar la hora. Por último le recuerda que al cumplir dos
terceras partes de la sentencia, quedará en libertad condicional, quiéralo o
no.
Como sea, al terminar de narrar mis experiencias —a vuelo de pájaro— como
inspector de libertad vigilada, agradecí a los fiscales por haberme escuchado y
les dije que si tenían alguna pregunta, que yo pudiera responder, que la formularan
sin ningún problema. Entonces uno de los fiscales levantó la mano y dijo con
convencimiento:
—Lo felicito por su fantasía. Nuestra colega nos había informado que usted es
escritor.
Suecia, 8 de octubre de 2014
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