miércoles, 8 de marzo de 2017

Puto, liberal y macho


Foto tomada en la Brigada de Institutos Militares de Bogotá. Tenebroso lugar de le época de donde muchos no regresaron.

Puto, liberal y macho



Por Víctor Rojas

Aún tenía yo dientes de leche cuando mi padre, un campesino desplazado por la violencia política y quien no hace mucho tiempo cumplió noventa años, me enseñó con el látigo en la mano que yo era, por ancestro, puto, liberal y macho. Sentí decepcionarlo años más tarde cuando tuve mi primera novia, una deslumbrante pecosa en su uniforme de colegiala. En una esquela, adornada con esas vacuas flores que dibujan los adolescentes  enternecidos, le escribí lleno de sinceridad que en caso de que yo tuviera mirada de puto por nada en el mundo se fuera a confiar de esas apariencias ya que mis atisbos solo eran para ella y nadie más. Pero al parecer la pecosa también tenía un padre liberal desplazado porque un día cualquiera la pillé caminando por las aceras de otro barrio, tomada de la mano del infeliz aquel que en la clase se ufanaba de ganarnos a todos en resolver logaritmos.
Esa primera flecha atravesando mi corazón me apostó en los insondables campos de la rebeldía. Algo normal teniendo en cuenta que un gran porcentaje de rebeldes criollos decidieron su combativa suerte por eso mismo que me pasó a mí, el desamor. Así fue como, acolitado por un puñado de alumnos, decidí fundar un partido político cuyo único objetivo era acabar con la vergonzosa disciplina escolar. Es que en ese entonces la rectora del colegio parecía estar más interesada en formar soldados que jóvenes curiosos en el campo de las ciencias. Nos estaban formando, sin que nos diéramos cuenta, para obedecer cual reclutas asustados. O ocaso no era esa la meta con los pasos acompasados de la banda de guerra, el silencio absoluto en la fila, la mirada despierta (clavada en la nuca del compañero de adelante), el ¡atención, firmes! con las manos rígidamente pegadas a las rayas laterales del pantalón, el saque el pecho como varón y el rece el padrenuestro con fe. Fuera de eso, media hora antes de entrar a clase nos obligaban a hacer fila para control de aseo corporal. Ese era el momento en que el patio de izada de bandera se convertía en la madre de la ignominia. Una caterva de sombríos profesores, férula en mano, atravesaba las hileras escudriñándonos las manos en busca de mugre en nuestras uñas. El miedo al azote y al escarnio público nos había convertido en expertos en tener las uñas limpias a pesar de que la mayoría de nosotros vivía en cochitriles sin agua potable. Sin embargo, lo más humillante venía cuando alguno de los profesores daba la orden de descalzar un pie. Eso era como escuchar una sentencia a muerte cuando se está en la flor de la vida. Parecía que nadie entendía que el polvo de los caminos fácilmente se cuela por entre los zapatos rotos.  Pero si uno por casualidad se salvaba de tener el pie sucio no se salvaba de tener la media con notorios agujeros. Es que lo paupérrimo y la pulcritud en el vestir pocas veces van de gancho.
Con el partido fortalecido y la moral en alto nos lanzamos al campo de guerra, dispuesto a hacer añicos la humillante fila de control de aseo personal. Habíamos jurado, con la mano derecha puesta sobre una edición ajada de la Declaración de los Derechos del Hombre, que nos negaríamos al mandato de quitarnos el zapato. La prueba de fuego llegó un día en que amagaba llover. Fuimos tantos los que desobedecimos la orden que la rectora entró en confusión absoluta. Se persignó varias veces como si hubiera visto al diablo y con ojos de ratona asustada oteó para todos lados, sin detener la mirada en nadie ni nada. El sudor de sus manos lo secó en la ropa. Lo único que se le ocurrió fue llamar a reunión extraordinaria de profesores en la rectoría. Por nuestra parte,  estábamos tan sorprendidos con lo que estaba sucediendo que se nos olvidó romper filas. Por eso fue que nada nos importó que la llovizna que ese día cayó nos hubiera empapado hasta los tuétanos.
Una semana más tarde el contrataque del profesorado empezó a minar la fortaleza de nuestro glorioso y recién probado partido. Después de una maratón de interrogatorios a los desobedientes, la rectora se dio gusto firmando matriculas condicionales en varias libretas de calificaciones. La mía me la entregó en una reunión de padres de familia. En esa ocasión pude constatar con desconsuelo que las enseñanzas de mi padre, a punta de fuete, habían sido en vano. Yo no era por tradición familiar ni puto, ni liberal y mucho menos macho. De eso atestiguaban mis lágrimas que caían pesadamente sobre la tinta roja con la cual la dueña del colegio había firmado la orden de expulsión en mi libreta de calificaciones.
Ante esa inesperada realidad me eché a andar las calles rebuscándome el pan de la vida. Pronto descubrí que a la ciudad le faltaban calles para albergar a los herederos del abandono. Por eso vi a muchos de ellos correr detrás de viejos autos con altoparlantes por donde se anunciaba un mejor porvenir. Era conmovedor escuchar aquella voz ronca que a los cuatro vientos pregonaba el pronto advenimiento del socialismo a la colombiana. Nadie podía dejar pasar desapercibido ese cadencioso llamado: el barrio se viste de gala cuando lo visita La capitana. Y yo, que ya andaba atrapando rimas, también corrí detrás del vociferante auto. Nada entendía de socialismos pero me entusiasmé cuando la briosa oradora prometió un grifo de agua en cada casa del barrio.  Al final de la jornada me dijeron que en ese partido tenían cabida los liberales y los conservadores. Los curas y las putas. Los chusmeros y los pobres de espíritu. Los victoriosos y los vencidos. Los que lloran y el resto de bienaventurados. Y yo que ya no era ni liberal ni rebelde pregunté si también tenía un cupo en eso que llamaban socialismo colombiano. Por supuesto que sí. Y por andar de hablador en las reuniones terminé de presidente del comité juvenil del barrio. Todo el fervor popular daba a entender que en las próximas elecciones sacaríamos hasta dos presidentes de los tantos votos que tendríamos. Lejos estaba de presentir que esa nueva aventura política estaba marcada con el signo de la derrota porque como dicen los campesinos de Boyacá, quien tiene la teta no la suelta fácilmente. Así fue. El día de las elecciones nos fuimos a dormir como ganadores y despertamos como perdedores. Inclusive, aparecimos con menos votos de los que ya estaban contados. El socialismo a la colombiana fue una quimera, un merengue en la puerta de una escuela. Al poco rato del fraude algunos seguidores de La capitana llegaron a la conclusión de que el populismo sin armas no tiene futuro. Y sin pensarlo dos veces corrieron a robar herrumbrosas espadas de libertadores olvidados. Eso ya era cosa de machos y yo de macho ya nada tenía. Menos mal que por ahí escuché a otros decir que la única manera de ponerle agua potable al barrio era entendiendo la lucha y unidad de los contrarios, las contradicciones principales y secundarias en el seno del enemigo y el latente peligro del socialimperialismo soviético. Por lo tanto era imprescindible entregarse de inmediato a la lectura de La teoría de los tres mundos, El manifiesto comunista, Materialismo y empiriocriticismo,  El dieciocho brumario de Luis Bonaparte y Crítica de la razón pura. Con ese arrume de lecturas, comprado en los estantes de libros usados de la calle 19 de Bogotá, me entregué a visitar el vecindario para aclararle que la cometida del agua sería posible, y pronta, si lográbamos que los proletarios de todo el mundo se unieran. Para mi total sorpresa, los que se unieron fueron los vecinos contra mí. Me acusaron de aguafiestas. Me replicaron que una simple obra de acueducto nada tenía que ver con esa montaña de nombres impronunciables: Bakunin, Marx, Hoxha, Jruschov, Engels, Teng Hsiao-ping, Vladimir Ilich Ulianov, Mao Tse Tung y el tal renegado ese, Kautsky. Me llamaron hereje y me devolvieron mis propias palabras, aprendidas de memoria pero sin saber su real significado. Me gritaron que era quintacolumnista del ala revisionista, menchevique infiltrado y como si fuera poco no faltó quien me apodara anarcosindicalista. Mi madre, y eso me dolió mucho, me llamó bolchevique trasnochado. Fuera de tales desdichas, los policías del barrio me tenían entre cejas. Una noche me llevaron al calabozo por escribir en un muro ¡Fuera rusos de Afganistán! Aguanté mucho frío en la oscuridad, es cierto. Pero lo más grave fue la arremetida del gangoso Turbay Ayala con su tristemente célebre Estatuto de seguridad. Por culpa de ese reaccionario ordenamiento jurídico fui a parar a las mazmorras de los militares de Usaquén, inculpado de intento de sospecha. Allá me tomaron una foto para presentarme más tarde como terrorista.
En la actualidad vivo en la orilla del exilio porque si bien es cierto que por fin instalaron acueducto y alcantarillado en el miserable barrió en que vivía, no es menos cierto que los campesinos pobres de Colombia urgían de apoyo a su justa consigna de que la tierra es para quien la trabaja. Por estos lugares ningún policía me corretea y me acuesto al caer la noche sin el miedo de que una bala incrustada en mi pecho venga a decirme que me quiere.  En el ocaso del otoño, la alborada del invierno, el retorno de la primavera y el goce del verano recuerdo con fervor a nuestros muertos, torturados y desaparecidos. Y en esas horas que el diablo aplaude maldigo con vehemencia a los opresores y a quienes siempre han vivido en nombre de las luchas populares. Esos tenebrosos personajes que siempre anteponen sus cultivados egos a los momentos claves de emancipación.
Mi evolución política ha estado signada por las derrotas. De liberal por ancestro pasé a rebelde por desamor. De socialista por cariño a las rimas a comunista por haberme dedicado a leer libros que nunca entendí. A estas alturas de la vida siento que la gran derrota del exilio me ha puesto frente a la máxima expresión de la política. ¡Soy, damas y caballeros, un anarquista civilizado!

Jönköping, Suecia, 5 de marzo de 2017.









  


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